Un tiro en el pie

El espectáculo del sábado pasado en que se visualizaban los pactos de gobierno en los ayuntamientos catalanes fue de una dureza extrema. Vimos como en tres semanas se había pasado de la confrontación política a la lucha por el poder. De la retórica de los principios al pragmatismo del mandar. Todas las justificaciones posteriores aún lo estropeaban más. De modo que las obsesivas apelaciones a la honestidad y la transparencia en las tomas de posesión sólo hacían crecer la sospecha de que eran las principales carencias de todo. Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces.

Ciertamente, sería un error generalizar la crítica, y más en el ámbito municipal. Habría que conocer las circunstancias particulares, y no en todas partes se ha sido mezquino. Sin olvidar que los entornos más pequeños explican rivalidades personales al margen de las siglas de los partidos. Por no hablar del sistema electoral municipal, notoriamente mejorable. Tampoco todos los partidos políticos han actuado del mismo modo, y aunque ahora no tengo intención de pasar cuentas, es obvio que el caso de Barcelona ha contribuido decididamente a mostrar lo peor de lo peor y a extender la desconfianza sobre todos. Algunos -con el cinismo propio de a quien ya le bien- han querido justificarlo: “Sólo es política”. Y no: “Sólo es poder”, porque la política, como decía Josep Pallach, es pedagogía. Y el sábado, de pedagogía, poca.

Pero si este paso de la política al poder nunca es edificante, en las circunstancias excepcionales que vive el país es desmoralizador. Y destructivo. El período de excepción que vivimos debería haber impuesto, entre independentistas, una mirada también excepcional, estratégica, unitaria. Ciertamente, si ya vimos que no había sido posible el 21-D de 2017 -quizás en el momento más crucial, ni tampoco fue posible el 28-A en España, ni en Europa -cuando habría estado más justificado-, todavía era más difícil en las municipales. Pero no porque los municipios no sufran dramática y muy directamente el mismo maltrato político en competencias, recursos y derechos fundamentales que soporta el país en su conjunto, está claro.

El caso es que estamos complicando absurdamente el camino hacia la independencia. No es ningún consuelo que 748 municipios tengan alcaldes de formaciones independentistas, en contra de 102 españolistas, y menos si hablamos del tamaño. Los intereses de partido, las obcecaciones ideológicas y las miserias personales impiden tener la fuerza que se necesita ante el adversario vengativo y despiadado que tenemos en contra. Unas circunstancias que -ya quisiera equivocarme- no hay indicio alguno de que vayan a cambiar ante las brutales sentencias que, sin lugar a dudas, está tramando el Tribunal Supremo.

En 2010 había escrito que el peor adversario para la independencia era ese independentismo reactivo, malhumorado, a la contra, sin proyecto constructivo. Casi diez años más tarde, estoy tentado a volver a escribirlo. Desde el 1-O y semanas posteriores no sólo se perdió la iniciativa y el relato, sino el proyecto. Y estamos poniendo en riesgo el último activo: la esperanza. ¿Cómo se quiere ampliar hacia mayoría social si la única expansión ambicionada es la del poder y no la de fundamentar mejor el sueño de emancipación? ¿Cómo se entiende que para rivalizar electoralmente se deje solo al propio Gobierno en sus enormes dificultades, favoreciendo un descrédito injustificado? ¿Por qué permitimos que todas las energías se escurran en la defensa y ninguna prevea el ataque? Y una advertencia final: si alguien cree que el independentismo necesita unas elecciones anticipadas, que no dude de que inmediatamente harán comparecer nuevos Valls, a los que como hemos visto no les faltarán cómplices.

Francamente: ¡es muy grave que tengamos que acudir al exilio o a la cárcel para encontrar el empuje, la dignidad y la unión que nos faltan en casa!

ARA