Hace menos de una década, en 2002, el dentista Alla al-Aswan publicó “El edificio Iaqubian”, una novela deliciosa, donde la vida de El Cairo aparece cruda y desnuda, con la corrupción profunda que impregna todo el país, la brutalidad del gobierno, la miseria, los antiguos ricos en decadencia y los nuevos ricos prepotentes, y el choque implacable de maneras de pensar y de vivir. Una comedia trágica. Y un best-seller en árabe, quizás el primero de su género. El estudiante Taha es uno de los personajes del libro, y seguramente el más trágico de todos: la víctima terrible de la palabra sagrada, de la predicación de un jeque radical, de eso que aquí no queremos comprender porque no encaja en ningún esquema nuestro, y nos seguimos engañando. El joven Taha Aix-Xadhili quería ser oficial de policía, pero no lo aceptaron academia porque ocultó que era hijo de un portero, el portero del edificio Iaqubian. Entonces, decepcionado, se matricula en la facultad de Ciencias Políticas, y allí conoce a un estudiante islamista que le lleva a la mezquita donde predica el jeque Muhammad Xakir. La mezquita, y el patio adyacente, están llenos de estudiantes. Es una mañana de viernes, los estudiantes recitan el Corán devotamente, y de repente se elevan gritos y alabanzas a Dios: ha aparecido el jeque. El jeque se frota los dientes ritualmente con una ramita, resuenan aún las alabanzas a Dios, y empieza el sermón: Que esta vida mundanal no tiene importancia, que sólo debemos pensar en la otra y en el premio que nos espera. Que el verdadero creyente no teme a la muerte sino que la desea. Que la Yihad, la lucha sagrada, es una obligación del islam, al igual que la oración y el ayuno. Que cuando los musulmanes abandonaron la Yihad, Dios los sentenció al fracaso, al retroceso y a la miseria. Que nuestros gobernantes son traidores al islam porque permiten una legislación francesa laica, que tolera el alcohol, la prostitución y la homosexualidad. “Y nosotros les decimos alto y claro: no queremos una nación socialista ni democrática, la queremos islámica, islámica. Lucharemos y sacrificaremos la vida hasta que Egipto se convierta en islámico. El islam y la democracia son antagónicos y no se juntarán nunca. ¿Cómo es posible unir el agua con fuego o la luz con la oscuridad? La democracia significa que las personas se gobiernan ellas mismas y el islam sólo reconoce el gobierno de Dios. “
Los jóvenes se entusiasman, cantan el himno de la yihad, y llaman “¡Islámica, islámica, ni oriental ni occidental!”, Y el jeque concluye el sermón: “Por Dios, que veo este lugar puro y bendito, rodeado de ángeles. Por Dios, que veo renacer el estado del islam fuerte y altivo a través vuestro y veo a los enemigos de la nación temblando de miedo ante la fuerza de vuestra fe. Nuestros cobardes y traidores gobernantes, servidores del Occidente cruzado, encontrarán su justo fin a vuestras manos puras y limpias, si Dios quiere. “El joven Taha se conmueve, y empieza a pensar que la chica, los estudios, cualquier cosa, ya no tiene ningún valor al lado de la gloria de Dios. Ya no estudia, pues; se deja barba, viste con chilaba, y dice el autor de El edificio Iaqubian : “Se va entrenando a aprender a amar o a odiar a la gente en relación con Dios… Por eso, su percepción de las cosas ha cambiado. Antes amaba a algunos vecinos porque lo trataban bien y eran generosos, ahora en cambio los odia porque han abandonado la oración y algunos beben alcohol. “Ya pueden imaginar cómo acaba el joven Taha: lo detienen tras una manifestación, lo torturan, y jura que se vengará de sus torturadores. Se entrena en un campo clandestino cerca de El Cairo, los hermanos musulmanes le casan con la viuda de un yihadista muerto, y él mismo acaba muriendo en un atentado. La doctrina es inexpugnable: la ideología política, el odio a occidente y a los judíos, la visión de la historia y del mundo, de la lucha, de la vida personal, son parte de un todo rigurosamente teológico y forman un cuerpo compacto, indisoluble. Y aquí, en este occidente tan odiado, aunque pensamos que todo esto es sólo una reacción comprensible contra nuestros grandes pecados históricos o presentes, que Alá no entra ahí para nada. Para ellos, sin embargo, Alá es la base y la razón de todo lo que piensan y hacen: lo dicen, lo repiten, no se cansan, no pretenden engañarnos, y aquí no les queremos creer. Ellos saben que Dios es grande (los rebeldes, en Libia, lo cantan en cada momento), y a menudo me parece que nosotros no sabemos nada. Y supongo que, en El Cairo, los sermones del jeque habrán cambiado bien poco.