Vicent Partal
Ya no es un debate sobre la lengua y sobre si el castellano debe estar en la ley o no. También es una prueba de ‘a ver quien manda’
En política, la gestión del tiempo es una de las actividades más trascendentales. Lo mismo, en un momento es inaceptable y en otro ya no lo parece tanto. Y lo que hace posible es la inevitable disipación de las emociones y la absorción de la indignación con el paso de los días. En el caso de la introducción del castellano en la ley de política lingüística y, por ello, en la inmersión escolar, tenemos una propuesta que los autores pretendían hacernos tragar lo antes posible. Se lo impidió la reacción de indignación de una parte importante de los ciudadanos y de los actores implicados, pero ahora utilizan la misma táctica: tratan de adormecer la respuesta y disipar las emociones desencadenadas con la voluntad de que se acabe aprobando este escarnio. Confían en que la indignación se reducirá a un círculo concreto, aplicando a fondo la maquinaria de control social, y así acabará convirtiéndose en resignación. De esta forma ganarán ellos. Que es, en definitiva, la intención.
No se engañen: no son fuertes pero así se sienten. Quiero decir, el gobierno autonómico. Más fuertes ante nosotros, y contra nosotros, que ante España. Y esto es así porque están convencidos de que tienen bajo control suficientes herramientas, políticas, económicas, mediáticas, para conseguir endosarnos cualquier cosa que quieran. Y para que comprueben por la vía de los hechos, cada día, que ese sector grande de la sociedad que está atrapado –literal, material, económicamente– en sus redes, obedece cualquier orden, por absurda que sea, incluso cuando es absolutamente contraria a lo que siempre habían creído y defendido. Por eso llevan las cosas tan lejos, tan desmesuradamente, y por eso ahora mismo esto ya no es un debate sobre la lengua. También es una prueba para ver quién manda. Con una decisión tan difícil de tragar, miden si hemos cambiado definitivamente de etapa política. Miran si se ha terminado el proceso o no. Y, por tanto, quién tiene el derecho de decidir qué se hace y qué se deja de hacer en este país. Por eso, en realidad, lo que quieren el govern y el sistema de partidos, lo que buscan, es cómo humillar eso que hemos llamado, metafóricamente, “la calle”. Cómo humillar esa calle que ha hecho y hace la diferencia entre la política ‘business as usual’ y la política como instrumento de liberación.
En el Principado venimos de unos años en los que la calle ha mandado e impuesto su voluntad a la clase política. De la manifestación del 11 de septiembre de 2012 a la proclamación de la independencia, en octubre de 2017. Y basta con hablar largamente de este período con algunos de los políticos autonómicos para comprobar cuánta acritud guardan en su interior contra la gente, contra las manifestaciones, contra la Vía Catalana, contra las huelgas generales, contra el referéndum del Primero de Octubre. Contra ese esfuerzo titánico que, según algunos de ellos, les llevó demasiado lejos, mucho más allá de donde querían ir, y les obligó a enfrentarse a un Estado español brutal y autoritario contra el que afirman, y quieren creer, que no tenemos capacidad de ganar. Todas estas declaraciones que hemos oído, explicando que ahora no harían lo que hicieron entonces, no es sino eso: el revisionismo del proceso de independencia. Un revisionismo que hace pasar ante todo las consecuencias personales que ellos han tenido y que no quieren volver a tener en modo alguno, pero que también tiene un punto notable de altivez y de desprecio clasista –por más de izquierdas que se quieran proclamar. Al fin y al cabo, vienen a decirnos que ellos sí saben cómo se hace la política y que nosotros, simplemente, somos un grupo de ignorantes alocados, capaces de ponerlo todo patas arriba por los sentimientos y sin aplicar rigor en nuestra acción. Y éste es, justamente, el mensaje, no casual, que no dejan de repetir también estos días en relación con la polémica reforma de la ley de política lingüística.
Pero el esquema tiene un grave defecto: al final “ellos” no son nada sin “nosotros”, por lo que deben mantener el discurso independentista para conseguir los votos que necesitan si quieren continuar instalados en el poder y mantener la capacidad de ejercer el control social. ¿Y qué hacen en este dilema? Convierten la idea de la independencia en un simple ideal e intentan arrastrar a la población para que se acomode en este nuevo esquema. Y así justifican que no se puede hacer lo que quisiéramos y que, por tanto, es más sensato hacer lo que podamos. Ésta es la clave del famoso argumento para endosarnos la ley pactada por ERC, Junts, PSC y comunes.
La diferencia entre idea e ideal no es pequeña, pero es sutil y es necesario, por tanto, entenderla bien. Walter Benjamin, hace ya muchos años, lo hizo a la perfección, cuando se refirió a la socialdemocracia. En ‘Sobre el concepto de historia’, este filósofo –muerto en Portbou huyendo de la persecución nazi– lo explica así:
“Marx secularizó la idea del tiempo mesiánico en la idea de la sociedad sin clases. Y lo hizo bien. La desgracia comienza cuando la socialdemocracia eleva esta idea a ‘ideal’. En la doctrina neokantiana lo ideal era definido como una ‘tarea infinita’. Y esta doctrina fue la filosofía escolar del Partido Socialdemócrata. […] Desde el momento en que la sociedad sin clases era definida como tarea infinita, el tiempo homogéneo y vacío se transformó, por así decirlo, en una antecámara en la que se podía esperar con más o menos paciencia la llegada de la situación revolucionaria”.
Traducido, supongo que ya entiende qué quiero decir, la cosa podría decir, más o menos, así: “A partir del momento en que la independencia es definida por los partidos no como un objetivo inmediato sino como una tarea infinita que no se acabará nunca, el tiempo se transforma en una antecámara donde los políticos pueden esperar, cómodamente, la llegada de la situación revolucionaria sin hacer más que vivir los placeres del poder que han adquirido”. Y ahí está la clave de todo. Ellos irán tirando, tras haber convertido la autonomía básicamente en un negocio a gestionar y el PSOE, ya lo ven cada día, estará de acuerdo porque una independencia-ideal, sin aspiraciones de ser nunca real, no le causa ninguna molestia, en realidad.
Pero quedan dos dudas. Qué pasará con la pendiente ferroviaria española que, desatada por el proceso de independencia, no se detiene ni saben cómo detener. Y sobre todo si los ciudadanos catalanes podrán aceptar esta trampa. Y aquí es donde encaja por qué hacen esa cosa tan extraordinaria de ceder el paso al castellano, que nunca se había hecho en la historia ya centenaria del catalanismo. Lo hacen para humillarnos, conscientes de que una persona humillada, que un movimiento humillado, no es capaz de hacer nada, ni de disputar la razón o el poder a quien le humilla.
De modo que todo esto está en juego de aquí al segundo intento de aprobar la ley, que será el 26 de este mes en el parlament. El primer intento les falló, lo que dice muchísimo a favor del país, por lo que están tan cabreados. Pero en el segundo intento, no tengan ninguna duda, aún nos jugamos más.
PS. He sacado la cita de Walter Benjamin de la edición catalana de ‘Sobre el concepto de historia’, publicada hace tres años por la editorial Flâneur, con traducción de Marc Jiménez Buzzi y Arnau Pons. Es una edición extraordinaria, un auténtico lujo, una preciosidad que deja a la cultura catalana a la altura de la más noble y alta cultura europea.
VILAWEB