Llueve y llueve y llueve. Llueve sobre mojado. A la indignación por las actuaciones de los Mossos en los últimos años, se añade ahora la condena de Marcel Vivet a cinco años de prisión. La brutalidad de la condena, añadida a las que los jueces ya hace tiempo que imponen a todo aquello que huela a independentismo, forzosamente tenía que indignar cualquier conciencia, sea independentista o no lo sea. Como indigna la duplicidad del denunciante, que antes ya había identificado otro “agresor” por el mismo incidente. Como indigna o debería indignar que los jueces den por bueno el testimonio de la policía sin aporte de pruebas, transformando así la presunción de inocencia del acusado en presunción de veracidad del acusador. Una perversión del derecho, se mire como se mire.
Sin embargo, la parte más indignante de esta subasta de indignaciones es el papel de la Generalitat presentándose como acusación particular y reclamando los cinco años de condena que el juez ha otorgado a la muy honorable institución. Ya hace tiempo que el govern catalán desempeña el papel de fiscal en juicios contra manifestantes, como si no tuviera consejeros encarcelados a causa del perjurio no ya de un agente, sino de una brigada entera sobre hechos registrados por las cámaras y conocidos por multitudes.
De los tristes papeles que desempeña la Generalitat desde de la aplicación del artículo 155, el más cínico y lamentable es el de pretendido garante del orden. Lamentable y cínico, porque “el orden”, en el actual contexto, equivale a organizar la represión. Es por la naturaleza de este “orden” por lo que el presidente legítimo ha tenido que buscarse otro más allá de las fronteras de España, y por la misma razón que los que ilusoriamente lo buscaban en Madrid han acabado encontrándolo en prisión. Ahora que están cerca de salir de ella, los fiscales ya preparan otra quita, porque este “orden” está lejos de terminarse. Si la paz de Franco era la de los cementerios, la reconciliación de Sánchez consiste en llenar las cárceles y con este triunfo sentarse a tantas mesas de diálogo como le prepare el govern catalán.
La peor cosa que le pasó a Quim Torra durante su accidentada presidencia fue tener que soportar la contradicción entre su talante liberal y la violencia de la policía, justificada una y otra vez por el consejero de Interior. Violencia contra los manifestantes que llevaban a la práctica la agenda contestataria del president. Para una persona incapaz de cinismo, como lo es Torra, la incongruencia entre la inclinación íntima y la servidumbre del cargo debe haber sido dolorosa. Más que ser despojado del acta de diputado, dejando expedita la inhabilitación, en una sesión que quedará como una de las más ignominiosas de la historia del parlamento. Bastante más dolorosa, de hecho, que la privación de la inmunidad y la inhabilitación subsecuente le inscriben en la honrosa lista de los presidentes perseguidos por causa de justicia. Pero soportar los excesos de la propia policía sin levantar la voz le disminuía como president y como persona. Por eso, cada día que Buch continuaba en la consejeria de Interior la autoridad de Torra se debilitaba.
Un cuerpo armado que actúa como un poder autónomo acaba hundiendo la credibilidad de un gobierno. En España el comisario Villarejo es la punta de un iceberg muy peligroso, pero en Cataluña, el nadir del decoro se ha alcanzado al restablecer a Josep Lluís Trapero en la comandancia de los Mossos. Lo que hay en tela de juicio no es la credibilidad del mayor, quien declaró bajo juramento tener un plan para detener al govern, sino la de la autoridad “independentista” que le restituye el mando de la fuerza sabiendo que, llegado el caso, Trapero no dudará en emplearla contra el govern que se la confía.
La doble dependencia de los Mossos refleja la ambigüedad del autogobierno. La autonomía es una estructura jurídicamente muy débil, que Pujol dotó de apariencia de estado. Para ello, construyó unas exiguas “estructuras de estado”, que, puestas a prueba con cada vez más vehemencia, hay que ver si resistirán el aliento del lobo. No hay nada más y, a pesar de no ser ilusorias, tienen una solidez equívoca, como todo aquello que en Cataluña es de carácter oficial.
Si la mayoría independentista no es de escaparate y acepta que la confrontación “inteligente” con el Estado es inevitable, pues la colaboración inteligente es una patraña, la inteligencia debería comenzar por deslindar los conceptos. Es la única manera de no chapotear en la ambigüedad. Si la policía ni emana del pueblo ni obedece la voluntad encarnada por el govern electo; si la inmunidad funcionarial y el espíritu gremial corrompen la conciencia de servicio y la integridad esencial del oficio, la opción más inteligente no es reforzar el cuerpo sino prescindir del mismo, dando carta de naturaleza a la españolidad de muchos agentes y haciendo visible el carácter real de los Mossos como fuerza de ocupación. Que el emperador va desnudo, lo ven hasta las criaturas y lo ven los jóvenes. Pero en el gobierno llevan anteojeras y mientras trabajan para que llegue la república, piden largos años de prisión para los ilusos que les hacen el favor de bajar a la calle a realizarla.
Deslindar los conceptos es el primer paso para distinguir las cosas en la oscuridad ideológica que generan los partidos. La Generalitat representa una ficción de poder, pero los Mossos no son ninguna ficción de violencia. Si la violencia de inspiración estatal que practican es, como la guerra, la continuación de la política por otros medios, la cuestión a esclarecer es qué política ejecutan los Mossos cuando hieren a independentistas y los envían a la cárcel por causas contrahechas y mal comprobadas. El monopolio estatal de la violencia no la hace ni justa ni excusable. La legitimidad de la violencia no está en quién la aplica sino en las condiciones que la hacen insoslayable. Legítima o no, siempre mancha a quien la condona. Por eso, Hannah Arendt distinguía entre poder y violencia, y recordaba que así como el poder necesita el número, la violencia puede prescindir de él hasta cierto punto, porque depende de los instrumentos. Por eso, a la vez que los Mossos piden más y más herramientas para hacer daño y más protección jurídica para hacerlo con impunidad, los manifestantes sólo disponen de la fuerza de los números. Arendt lo define muy bien presentando los extremos de esta dialéctica: “La forma extrema del poder es ‘Todos contra Uno’; la extrema forma de la violencia es ‘Uno contra Todos’. Y eso no es nunca posible sin instrumentos”.
Este ‘Uno’, en el caso español, tiene la figura inconfundible del monarca, posesionado de los instrumentos del Estado. La Generalitat, privada tanto de instrumentos como de números, a pesar del cacareado 52%, toma el camino del medio intentando transitar entre la indignación popular y la violencia del Estado. Pero esta vía tiene un recorrido corto, porque de la manera cada vez más extrema con que el Estado se enfrenta con la calle, una nueva figura va tomando relieve: el terror. Arendt lo definía como “la forma de gobierno que aparece cuando la violencia, habiendo destruido todo el poder, no abdica sino que, al contrario, hace suyo todo el control”. El terror es la consecuencia de la desaparición de la oposición organizada. Arendt tenía muy presente el ascenso y totalización del nazismo, pero la observación es extensiva a toda situación en la que la represión destruya la fuerza de la gente y desaliente la oposición hasta el punto de inhibirla. El referente del nazismo, en la versión nuestra del franquismo, debería servir para que los políticos que desmovilizan predicando “reconciliación” entendieran que amortiguar el poder de la gente no aplaca la violencia y en cambio alienta el terror. Y que, una vez el terror entra en posesión de los instrumentos, no tiene ninguna compasión de los que le han facilitado llegar al mismo.
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