Cuando mirábamos en la escuela el Mapamundi o el globo terráqueo, comprobábamos con sorpresa que en aquellas representaciones de la realidad jamás aparecía nada parecido al País Vasco o Euskadi, por aquel tiempo palabras que venían a evocar con cierta precisión lo anhelos nacionales de muchos vascos. Se trataba de la mejor constatación de que viajábamos por la historia en un vagón de tercera clase, o peor aún, peligrosamente encaramados en el petril que usaban los interventores para desplazarse por el convoy jugándose el tipo. En realidad, no existíamos como país, salvo en las mentes preclaras de algunos precursores, la mayoría de ellos ninguneados por quienes se encargaban de mantener el status quo.
La aspiración de lograr un lugar en el mapa ha concitado la unanimidad de muchos paisanos durante cientos de años. Un lugar que, volvemos a insistir a fuer de pesados, existió hasta hace menos de quinientos años con la denominación de Reino de Navarra. Precisamente el inesperado encuentro de un mapa del año 1500 en el que figuraba la silueta de nuestro país, incluidos el Bearn y la Navarra Marítima, desencadenó las reflexiones que me llevaron a escribir estas líneas. No me topé con ese mapa europeo en un puesto de souvenirs de Iruñea o en una oficina de turismo de Donostia, sino en la tienda de recuerdos del castillo de Tarascon, un pueblo situado en lo que se ha venido en llamar Pays d’Oc.
Resulta reconfortante encontrarse con este guiño de nuestra historia en un lugar alejado de nuestra geografía, pero también resulta extremadamente irritante que ese mapa no circule con profusión en nuestras librerías e ikastolas, como un símbolo nacional de primera magnitud. Si nosotros mismos arrinconamos nuestra historia, por alejada de la realidad actual que pueda parecer a algunos, ¿qué podemos esperar de cara al futuro de nuestro pueblo?
De mapa en mapa, nos enteramos de refilón que el pasado 8 de abril la multinacional del neumático Michelin sacó a la calle la nueva imagen de sus famosas guías verdes. En ese esfuerzo de renovación de un producto con 80 años de antigüedad incluía como novedad, entre las 25 dedicadas al Hexágono, la del Pays Basque, con portada dedicada a nuestro deporte nacional, la pelota. Hasta aquí nada extraordinario, sino fuera porque el Pays Basque de su título no se refiere al así denominado País Vasco-francés (Iparralde), sino a Euskal Herria entera, con todos sus territorios. Es más, la contraportada de todas esas guías incluye un mapa en el que Francia crece en su suroeste hasta abrazar a Bizkaia, Araba, Gipuzkoa y Nafarroa Garaia. Sí, como lo oyen.
Ignoro absolutamente las razones de que una empresa de la envergadura de Michelin y cuyo prestigio en la edición de guías y mapas es bien conocida, se haya dignado en dar carta de reconocimiento a nuestro país, pero así ha sido. Por lo tanto, merçi Michelin.
Toda esta introducción viene en realidad a servir de pórtico a la reciente edición por Gaindegia del documento de debate “Euskal Herria, nación al sudoeste de la Unión Europea”, que incluye en su portada un mapa del continente en el que se destaca la silueta de nuestro país. Es, por supuesto, un mapa imaginario, una ensoñación de futuro, que poco tiene que ver con la realidad de dominio que padecemos por parte de los dos estados vecinos. Pero a su vez, en su faceta de señuelo, es un mapa que aporta un imaginario que debiera ser ampliamente difundido como emblema de nuestras aspiraciones nacionales. Habrá que dar por buena la extensión de la ikurriña, o incluso del naranja Euskaltel, como símbolos nacionales cara al exterior, pero la impresión de ese mapa y su difusión podría hacer más labor a favor de Euskal Herria que muchas otras manifestaciones de fervor abertzale.
Como es lógico, el documento del observatorio socio-económico no se agota en su portada, sino que se adentra en la evaluación de la situación actual de una nación de casi 21.000 kilómetros cuadrados y 3 millones de habitantes. Una nación que es fundamentalmente urbana (tres de cada cuatro ciudadanos viven en ciudades de más de 10.000 habitantes) y en 53 municipios (1.885 kilómetros cuadrados) se agrupan dos tercios de su población total. Una nación fundamentalmente de servicios e industrial, que ha perdido, salvo en contados territorios, su alma rural o arrantzale. Una nación que, también hay que decirlo, sufre la continua agresión de la maquinaria pesada, la dinamita y el hormigón en forma de carreteras, viviendas, infraestructuras varias y el inminente TAV. Un territorio que, por tanto, pierde día a día su carácter de tal, de tierra (Ama Lurra), para convertirse en cementorio (cemento, asfalto, ladrillo y acero).
No deberíamos descuidar las continuas heridas “civilizatorias” en nuestros montes y valles en el camino havia la búsqueda de ese lugar en el mapa que por decisión democrática (e historia) nos corresponde. Pero tampoco el reto se puede quedar en arreglar los problemas pendientes que nos dejó el siglo XX y no abordar ya los que nos plantea el XXI. Es cierto que los políticos tienen una tarea inmensa hacia la transición a un nuevo escenario más respirable, pero el objetivo, con ser enorme, no es suficiente. Son tantas las correcciones a realizar en la estructuración de un país más habitable y solidario, que urge quemar etapas, sin caer en precipitaciones, por supuesto.
Los enormes desequilibrios territoriales, el agotamiento del suelo, la creciente inmigración, el futuro del euskara, la mejora en la educación, el combate a la precariedad laboral, una ordenación territorial equilibrada o la defensa de un desarrollo a escala humana son tareas que están llamando a nuestra puerta y que no se pueden aplazar sine die. Estamos fijando nuestra silueta en el mapa, labor de por sí compleja, pero a ese mapa, como en los planos interactivos, hay que ir dibujándole montes y ríos, puertos y embalses, ciudades y aldeas. Y hay que hacerlo de tal modo que quienes lo habiten en el futuro no se tengan que ver obligados a mirar hacia atrás para maldecirnos por lo mal que lo hicimos en los inicios de siglo.