Mientras Roosevelt y su New Deal trataban de recuperar a Estados Unidos del crac del ’29, un hijo de inmigrantes judíos llamado Saul Shainberg se animó a abrir en Memphis, Alabama, una tienda llamada Blanco & Negro. Cualquiera que haya fatigado la provincia de Buenos Aires en los últimos cincuenta años entenderá el concepto: las tiendas Blanco & Negro vendían desde mamelucos de trabajo a vestidos de novia, de hilo de coser a soga gruesa, a precio accesible. Tiendas igualitarias era el nombre técnico, que nunca llegó a cuajar en el imaginario popular. Pero en Memphis, en los años ’30, una tienda llamada Black & White no era buen negocio. “Para el caso, mejor ponerle Brown, que sí es un buen nombre para una tienda, y mucho mejor para una cadena de tiendas”, le dijo a Saul con un guiño un compadre suyo, a la salida de la sinagoga de Memphis. Qué escena: una sinagoga al sol, en tierras del KKK, en tiempos del New Deal, y por si eso fuera poco, en breve entra el zen en esta historia.
El joven Saul rebautizó Brown a su negocio, y en poco tiempo tenía sucursales en diecisiete ciudades de Alabama a Georgia. También tuvo pronto una esposa y dos hijos y se convirtió en uno de los pilares de su comunidad. Pero lo interesante es que todas las tardes, cuando volvía de trabajar, Saul se quemaba las pestañas leyendo libros, y a la hora de la cena llevaba esos libros a la mesa para ilustrar a la familia. La señora Shainberg era una coqueta idishe mame, que escuchaba por un oído y le salía por el otro. Los hijos eran dos, ambos varones. El menú de lecturas iba de Kierkegaard a Krishnamurti, pasando por Erich Fromm, DT Suzuki, Martin Buber y Alan Watts. Además, Saul había empezado a psicoanalizarse con Harold Kelman, en Nueva York. Viajaba especialmente una vez al mes. Saul era un caso extremo de saturnismo: lo único que ansiaba, lo único que podría dejarlo tranquilo era una respuesta, pero la pregunta era tan grande que no tenía manera de encontrarla.
En esa escuela formó a sus dos hijos. Cuando cumplían los trece, los llevaba a Nueva York y les pagaba su primera sesión con Kelman. A los quince los llevaba a un retiro en el ashram de Alan Watts en California, pero antes hacían una parada en Las Vegas, donde les concedía una tarde en el casino (les ponía quinientos dólares en la mano y les decía: “Hay dos actitudes básicas en este lugar. Los ganadores vienen a ganar, los perdedores, a evitar perder. No me molestes en las próximas cuatro horas. No te sientes en mi mesa, no me mires siquiera. Nos encontramos aquí a las siete”). Al día siguiente estaban en el ashram de Watts y una semana después de vuelta en la mesa familiar, escuchando nuevos recitados de su padre hasta que la señora Shainberg llamaba la atención hacia sí misma y se arriesgaba a los diagnósticos de su marido (“Mujer, ¿no te das cuenta de la autosatisfacción que hallas en quejarte?”), que culminaban siempre con el desmayo de la señora y Saul reviviéndola con un paño mojado en agua fría mientras le murmuraba al oído: “Eres la pieza esencial y más querida de esta familia”.
El mayor de los hijos partió a estudiar a Nueva York, y a continuar su terapia con Kelman, se recibió de psiquiatra en Columbia, se convirtió en un eficaz terapeuta y murió durmiendo antes de cumplir los cuarenta. El hijo menor también partió a Nueva York y también continuó su terapia con Kelman durante los treinta años siguientes, pero no conseguía interesarse en nada salvo en la meditación zen. Una cosa es leer sobre zen y otra practicarlo: el zazen consiste básicamente en romperse de a poco las rodillas sentado de cara a la pared durante horas. Ese es el escenario en que uno piensa el koan que el maestro le dio para meditar. Para Larry Shainberg era un escenario conocido y sencillamente irresistible: la manera perfecta de aprender a resistir sin quejarse (no como mamá) y encontrar respuesta a La Pregunta (no como papá). De los retiros de fin de semana pasó a meditar todos los días, de hacerlo en su casa a asistir a un zendo, dos veces vivió en comunidad, en dos proyectos de monasterio zen que fracasaron. Fue abandonando maestros mientras los ’60 mutaban en los ’80 y los hippies se iban convirtiendo en yuppies a la hora de sentarse a meditar en el zendo, y un día se le vino encima su cumpleaños número cincuenta y sus ancianos padres le avisaron que viajarían desde Memphis a festejar con él. Larry había abandonado hasta a Kelman para entonces, y se limitaba a pasar el día en un zendo que más parecía un club de barrio, a cargo de un monje muy particular, que había conocido en uno de sus viajes como vagabundo del dharma.
El roshi Kyudo Nakagawa aceptó a Larry como mascota, porque no le gustaban los discípulos. Era hijo y nieto de monjes zen, su padre estaba a cargo del templo que le tocaría a él después, en las afueras de Kioto, pero el padre murió cuando él tenía siete y debió entrar de novicio a otro templo, luego fue reclutado en el ejército, sobrevivió a la guerra, retomó su noviciado, diez años barriendo pasillos de un templo hasta que, a los cuarenta, lo mandaron a abrir un zendo en el sector árabe de Jerusalén, después de la Guerra de los Seis Días. Trece años se quedó ahí. Cuando Larry lo conoció, fugazmente, en los ’70, el roshi tenía seis alumnos y un salón destartalado, desprovisto de energía, donde todo parecía de segunda mano. Cuando le ordenaron llevar el zendo a Nueva York, lo hizo al pie de la letra: no aceptaba las donaciones que aceptaban los demás maestros zen en Estados Unidos, las instalaciones eran igual de precarias, la cantidad de alumnos nunca superaba la decena. En los ratos libres, cuando no estaba barriendo, meditando o soportando las preguntas de Larry, le gustaba ver partidos de béisbol en un televisor blanco y negro. Cinco años después lo mandarían llamar de Japón para convertirlo en sumo sacerdote del antiquísimo templo Ryutaku-ji de Kioto, pero ésa es otra historia. El momento más hermoso de ésta es cuando Larry lleva a sus padres a conocer al roshi, en el final de su libro Zen ambivalente. Todo lo que puse acá sobre Saul aparece muy de refilón en el pormenorizado recuento de las experiencias en el zen de Larry, pero entonces llega con sus padres, el día de su cumpleaños, a visitar al roshi. El viejo Saul mira el zendo vacío y pregunta al roshi si ahí se sienta a mirar la pared. ¿Y entonces qué pasa?, pregunta. Descubro cuán estúpido soy, dice el roshi. Saul le pregunta si ha leído a Krishnamurti. Claro que sí, muy inteligente. Pero Krishnamurti odia la práctica espiritual de cualquier tipo y la meditación guiada, dice Saul. El roshi asiente con una sonrisa: Sí, muy inteligente, yo también siento igual. ¿Entonces para qué todo esto?, pregunta Saul señalando el zendo. El roshi se limita a sonreír con un gesto que al saturnal anciano le recuerda al instante la sonrisa pícara de aquel compadre suyo a la salida de la sinagoga de Memphis, y a continuación le regala el koan más sencillo y extraordinario que escuché en mi vida: “Saulsan, cuando reímos, qué es lo que ríe: ¿el cuerpo o la mente?”
Juan Forn
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