Un hotel en el olvido

Desde la terraza del hotel, ahora hace 20 años, vimos el principio de la guerra. La gente, con las manos en los bolsillos, se miraba sobre los tejados. Diez segundos de bombardeos y fuego antiaéreo seguidos por unos minutos larguísimos de silencio. Después de cada bomba se alzaba una columna de humo, como un inmenso tumor. La llama de la chimenea de la refinería del barrio de Doha, que había humeado día y noche durante 20 años, se apagó a las seis y cuarto de la mañana. A esa hora, todas las mañanas del barrio olían a azahar.

Pocos días después de la invasión, el dueño del hotel hizo tapiar su puerta en previsión de tiempos turbulentos. El vecino hotel Rimal fue cerrado cuando se evacuó a los inspectores de desarme de la ONU. Si no hubiese sido por el ultimátum del Ministerio de Información, que nos invitó a dejar el hotel para entrar en el redil de los corresponsales concentrados en el Palestine, nunca lo hubiéramos abandonado. Habíamos llegado al Cedar de la mano de las Brigadas contra la guerra en Irak. Nunca olvidaré que fue gracias a su preciosa ayuda que pudimos obtener los tan anhelados visados, imposibles de conseguir en la primera guerra de EE.UU. contra Irak en 1991.

En el pequeño hotel, con empleados cristianos en la recepción, con camareros musulmanes y cristianos, entre los que había un boxeador kurdo que hablaba una lengua ininteligible, convivimos los brigadistas y los corresponsales. Por las mañanas, muchas veces compartimos sus programas. Visitas a ministerios, o la cobertura informativa de alguna de sus actividades, como el partido de fútbol con unos iraquíes. Cuando empezó la guerra, recorríamos en su mismo autobús del Ministerio de Defensa el paisaje de destrucciones, de sedes estatales y de suburbios de Bagdad. Nos deteníamos a alentar a los heridos de los hospitales y expresarles la solidaridad del pueblo español. Nunca tuvimos una mirada hostil, pese a que sabían que el gobierno de Aznar era un aliado de esta guerra, proclamada y mantenida al margen de la ley internacional.

La atmósfera del hotel era amable. Al final de la jornada, los brigadistas, amparados por el ministro cristiano de Exteriores Tarek Aziz, y los corresponsales, incluso los acompañantes del ministerio, jugaban al ping-pong que habían instalado en la recepción al empezar la guerra. Yo compraba de vez en cuando botellas de vino en una tienda cercana y las exhibía frente a los simpáticos empleados diciendo en árabe, mukauma, mukauma, resistencia, y se los servía en vasos cada vez más solicitados.

Los cañones antiaéreos se fueron apagando, y las explosiones, incendios y humaredas provocadas por los estadounidenses fueron destruyendo la capital. No hubo la madre de todas las batallas, como declaraba incansable Sadam. Presencié cómo su estatua en la plaza de los grandes hoteles fue descuartizada. Con mazas, cadenas y martillos machacaban grupos enardecidos de chiíes su cabeza derribada. Los niños levantaban polvo al sacudirle con sus chancletas de plástico. A golpes, hombres excitados cortaron la cabeza arrastrándola por los parterres de flores tronchadas de la plazuela hasta la calle Saadun.

Tuvieron que pasar largos años para que la opinión internacional dejara de creer en la patraña urdida por el vicepresidente Cheney de que Irak, ya muy debilitado por la guerra anterior y por las sanciones internacionales, escondía las famosas armas de destrucción masiva. Asistí a la última rueda de prensa de los inspectores de la ONU, que volvieron a declarar que no habían encontrado ni rastro de estas pretendidas armas. Cumplido el plazo norteamericano para la rendición del gobierno de Irak, fueron patéticas las palabras de Aziz declarando el inminente bombardeo de Bagdad.

Empezaba la completa destrucción, el desmembramiento, de la república, de uno de los Estados árabes más poderosos por su petróleo, “la cuna de la civilización”, como repetía Sadam, poco antes gran aliado de Occidente.

En una impresionante película norteamericana se ha narrado cómo el vicepresidente Cheney tramó el crimen contra el pueblo de Irak inventando que poseía armas de destrucción masiva. Tuvieron que pasar muchos años hasta que aquella manipulada opinión internacional se convenciera.

Tiempo hace que el hotel Cedar –en cuya habitación me acompañó aquel canario que sobrevivió a toda la guerra, pero que al final fue aplastado entre los bultos de la bodega de mi avión de regreso a Beirut–, aquel modesto hotel donde fui feliz, cerró sus puertas.

Nadie se acuerda de él.

LA VANGUARDIA