Son las situaciones excepcionales las que identifican la naturaleza de los liderazgos. Es cierto que la excepcionalidad da brillo incluso a los más mediocres, porque los sitúa bajo el foco de la noticia, pero si unos crecen como líderes transitorios, otros se elevan a la categoría de estadistas. Y esto es lo que está ocurriendo en estos inesperados días en los que el hombre más perseguido de España es, a la vez, el ‘kingmaker’ que puede desatascar la crisis. En esta situación insólita, el ‘president’ Puigdemont podía hacer dos cosas: actuar como un líder, o actuar como un estadista. Ha optado por la segunda condición, y al hacerlo, ha dejado desnudos a algunos reyes de la república ‘nostrada’.
¿Cuál es la diferencia entre el líder y el estadista? De entrada, la perspectiva en la que se sitúa. Puigdemont opta por hablar desde la nación, y no desde el partido, ergo no busca soluciones puntuales sino un “acuerdo histórico”. A partir de este hecho nacional, el lenguaje, las formas y los objetivos transforman el talante de la negociación, convirtiéndola en un hecho trascendente. Es cierto que este es un planteamiento de riesgo, dado que maximaliza los límites, aparte de dejar descolocados a los políticos españoles, incapaces de salir de la ecuación autonómica. Lo ha dicho el propio ‘president’, “no existen las condiciones en España para un acuerdo histórico”, pero también es condición de estadista trabajar para que las condiciones se creen. Sea como sea, una de las frases de su conferencia es inequívoca: “No existe una solución autonómica al conflicto catalán”, de modo que ni la buscará, ni la aceptará, no en vano la perspectiva de la nación impide la de autonomía.
A partir de ahí, las diferencias son sustanciales. Por ejemplo, Puigdemont considera que antes de negociar es necesario poder hablar, lo que requiere un principio de reconocimiento mutuo, sin el cual no se puede llegar a ningún acuerdo. Es decir, hay que sacar el conflicto catalán de la ecuación judicial y devolverlo a la casilla política, de la que nunca debía haber salido. Dado que la única forma de hacerlo es con una amnistía, esta debe ser previa a la negociación. No es pues una moneda de cambio para la investidura, sino una condición previa para sentarse a pactar. Y no se trata de nombres o límites, sino de aceptar el carácter democrático y no delictivo de la lucha independentista. Con una exigencia que no es menor: Sánchez debe anular la directiva de inteligencia que sitúa al independentismo en la categoría terrorista -tal y como informó a Europol- y que faculta al Estado a usar todos los mecanismos de represión para su control. ¿Cómo puede Sánchez conseguir los votos de unos diputados cuya naturaleza equipara al terrorismo? Es una pregunta tan básica que parece de primero de política, pero nadie la había formulado hasta ahora. Y con la amnistía y la descriminalización del independentismo, una tercera condición: la creación de un mecanismo de seguimiento de la negociación, dado que la desconfianza es absoluta.
A partir de ahí, las preguntas se agolpan: ¿Qué quiere para votar la investidura? ¿El referéndum? ¿La autodeterminación? Puigdemont lo ha dejado claro: no renuncia a la unilateralidad (que se olvide Montilla del “no lo volveremos a hacer” que exige), y solo un referéndum pactado con el Estado puede levantar el mandato del Primero de Octubre. Esto, sumado a la exigencia de acuerdo histórico: dos más dos hacen cuatro. Pero también deja claro algo: todavía no estamos en esta pantalla. Ni da por comenzada ninguna negociación -la foto con Yolanda Díaz es un gesto de gran importancia política, pero no representa ningún inicio de negociación-, ni pondrá nada sobre la mesa hasta que las condiciones previas se hayan producido de forma contrastable. Y contrastable, en el caso de la amnistía es evidente: el PSOE debe presentar una ley de amnistía en el Congreso a corto plazo si quiere iniciar conversaciones. ¿Que nada de esto ocurre?: pues ‘via fora’, que, como dice, “no hemos aguantado las posiciones para salvar una legislatura, sino para defender los derechos nacionales”.
La nación o el partido; el estadista o el líder; el acuerdo o las elecciones. Puigdemont opta por la nación, actúa como un estadista y no teme a las elecciones. Nunca Sánchez se había encontrado con semejante tesitura. Se llama resiliencia, y no busca sobrevivir, busca vencer.
EL PERIÓDICO DE CATALUNYA