Hace unos días tuve la oportunidad de escuchar una buena conferencia del presidente de la Generalitat en el Ateneu Barcelonès. Artur Mas desarrolló una docena de ideas muy relevantes respecto de la situación actual del país que me resultaron muy convincentes. Ahora bien, uno de los punto tratados fue sobre la política cultural, y ahí sí que tengo que manifestar mi más profundo desacuerdo con una de las consideraciones que hizo explícitas. En síntesis, el presidente dijo que una de las prioridades del Gobierno era la internacionalización de la cultura catalana y que, en este propósito, el trabajo era especialmente alcanzable porque se podía hacer sin tener Estado. Pues no, presidente. Esto no va así. Y intentaré explicar por qué no sólo nos hace falta un Estado para tener un eje ferroviario de mercancías conectado a Europa, para romper las barreras del actual aislamiento energético y para alcanzar la suficiencia financiera, sino también para internacionalizar nuestra cultura.
Para empezar, hay que deshacer una de las confusiones más arraigadas de los debates entre política y cultura. La típica cuestión sobre qué es “cultura catalana” no es una pregunta cultural, sino política. Desde el punto de vista cultural, la única pertenencia que se puede aducir a un acto de creación es la vinculada a las influencias de una tradición literaria, musical, plástica …, tanto si es para respetarla como por si es para enfrentarse a ella. El caso más claro de pertenencia a una tradición cultural es el del uso de una lengua, aunque no siempre, porque los límites lingüísticos pocas veces se corresponden unívocamente a los territorios políticos. Pero en la mayoría de las otras artes, y más en un mercado global, los límites de la pertenencia son terriblemente confusos, tal como se puede ver tanto si hablamos de patrimonio arquitectónico, de cine o de gastronomía.
En cambio, desde el punto de vista político, sí tiene sentido querer calificar una tradición o una nueva expresión cultural, porque se trata de una apropiación que se hace en nombre de un objetivo también político: el de identificar una comunidad, una nación. Así, con independencia de sus contenidos, será cultura catalana la que pueda ser objeto de una apropiación política puesta al servicio de la construcción de la comunidad nacional. No se trata, pues, de una pregunta sobre el contenido, sobre si una determinada obra literaria, escultórica o musical es fiel a las esencias imaginadas de la nación, sino que el interrogante se refiere a la capacidad política -el poder- para proyectar dentro del propio país y en el resto del mundo una creación o una interpretación cultural producida en el ámbito local, sea autóctona o de adopción.
Por tanto, la relación entre cultura y política debe entenderse como un intercambio de interés mutuo. Por un lado, el artista, el artesano, el creador -como se quiera decir- ve universalizada (internacionalizada) su obra a cambio de prestarse a una apropiación (expropiación) nacional. Por otro lado, el político ofrece la protección de la marca nacional -subvenciones, promoción, honores en forma de premios …- a cambio de poder utilizar la obra cultural para reforzar los mecanismos de pertenencia interna entre los ciudadanos y los mecanismos de reconocimiento externo entre naciones. Actualmente, también hay que decirlo, todo queda mediatizado por las industrias culturales que juegan, cínicamente, a obtener las ventajas de dejarse apropiar por los intereses políticos de los estados y recibir las subvenciones pertinentes, y a la vez a saltarse las lealtades a las tradiciones culturales en beneficio de un cosmopolitismo banal que les facilite la ocupación de los mercados globales.
Por tanto, si algo no es cierto es que una cultura se pueda internacionalizar sin una estructura de poder tan sólida como la del resto de culturas con las que debe competir en el mercado simbólico -y comercial- del reconocimiento internacional. Y estas estructuras son los estados. Todo lo demás son buenas intenciones. La buena noticia es que si la cultura que ahora mismo se hace en Cataluña tiene tan buena capacidad de expansión internacional a pesar de no tener Estado, es por la calidad intrínseca de los creadores y sus obras, por la inteligencia de las pequeñas industrias que se arriesgan a salir en solitario a los mercados exteriores, por la increíble red informal de catalanófilos que hay en todo el mundo y por la modesta pero eficaz acción de instituciones como el Instituto Ramon Llull. La mala noticia es, precisamente, la incapacidad política que tenemos para hacer de ella un instrumento de progreso, cohesión y pertenencia nacional, sobre todo de puertas adentro. Presidente Mas: el derecho a decidir, a día de hoy, sólo lo garantiza el Estado. También en cultura.