Un conocimiento que se quiere desconocer

Una idea socialmente muy extendida es que las lenguas son instrumentos para la comunicación, es decir, que sirven para entendernos. (Y esta visión meramente utilitaria es la que explotan las lenguas hegemónicas para atraer hablantes, un mecanismo que, como ya sabemos, lleva a la deserción y la sustitución lingüísticas). Pero, bien mirado, hablar la misma lengua no asegura que nos entendamos. Por otro lado, todos sabemos que nos podemos entender sin utilizar el instrumento lingüístico. Por ejemplo, nos podemos comunicar bien bajo el agua o en lugares muy ruidosos, podemos comunicar mucho utilizando onomatopeyas, podemos utilizar la modalidad no verbal y nos podemos entender aunque no usemos la misma lengua.

Con todo, es cierto que las lenguas son instrumentos mucho más eficaces que según qué medios no lingüísticos. Uno de los motivos es que son sistemas simbólicos. Como tantos filósofos, lingüistas o psicólogos han dicho, la función comunicativa del lenguaje sólo es posible en tanto que tiene también una función representativa. Las palabras no son la realidad, sino que la interpretan, del mismo modo que el relato de un hecho no es la realidad misma, sino una interpretación que se hace. ‘Ceci n’est pas une pipe’, dice el texto que acompaña al dibujo de una pipa en el conocido cuadro de Magritte. Y no es una pipa porque con el dibujo de una pipa no se puede fumar, no se puede sentir el olor del humo; es una representación de lo que en francés llaman ‘pipe’, pero que podríamos llamar con cualquier otro término si así se hubiera convenido arbitrariamente.

El hecho de que las lenguas representen la realidad las convierte en formas de conocimiento. Entre la conducta lingüística y los procesos cerebrales que se llevan a cabo en el acto de hablar, está la mente, que nos permite categorizar, conocer, interpretar. La mente humana trabaja con representaciones y las lenguas asocian estos contenidos mentales en ciertas formas. Cada lengua lo hace de una determinada manera. Hay ejemplos a montones. Sólo una pincelada. En algunas lenguas, como el turco, cuando un hablante se quiere referir a un hecho pasado tiene que usar por fuerza una marca lingüística que especifique si fue testigo de la situación o si no. En cambio, el sistema de verbos del catalán no tiene en cuenta esta distinción conceptual; decimos ‘fue al cine’, tanto si nosotros mismos lo hemos experimentado de alguna manera como si lo sabemos por otros y, a partir del resto del contexto, si es necesario, ya se inferirá. En la situación de objetos en el espacio, los conceptos que podemos llegar a expresar son muy diversos. Por ejemplo, podríamos diferenciar entre situar un objeto en el plano vertical (como en una puerta) o en la horizontal (como en una mesa); podríamos diferenciar si un objeto queda bien encajado en su receptáculo (como los huevos en las hueveras o un anillo en un dedo) o si queda colocado más o menos holgadamente (como un libro en una bolsa). Algunas lenguas marcan unos significados y otras otros. En castellano nos referimos la situación de los objetos sin distinguir entre los planos vertical y horizontal; tampoco tenemos la obligación de marcar cómo quedan situados los objetos en los receptáculos correspondientes y solemos indicar el lugar recurriendo a la preposición ‘en’ (‘pon el plato en la mesa’, ‘clava la percha en la puerta’, ‘deja la fruta en la frutera’). Cuando tenemos que referirnos la situación de un objeto a pequeña escala, nos guiamos por nuestra orientación en el espacio, es decir, solemos tomar una orientación egocéntrica y tendemos a utilizar el eje derecha-izquierda; diríamos ‘tienes una hormiga en la pernera derecha’ y nunca diríamos algo así como ‘en la pernera norte’. En cambio, se han descrito lenguas que en la situación a pequeña escala usan coordenadas fijas y absolutas, como los puntos cardinales.

Por eso se ha dicho que cada lengua natural implica una visión del mundo. En una entrevista reciente, George Steiner decía: ‘Cuanto más lenguas sepamos, mejor. Cada lengua es una ventana a un nuevo mundo’. Con cada lengua que aprendemos, aprendemos nuevas maneras de concebir la realidad.

Dejando de lado si estas maneras diferentes de ver el mundo tienen efectos en la cognición (una hipótesis en la que ahora no entraremos), sabemos que las lenguas son mucho más que sistemas comunicación. Precisamente para que no se pierdan formas de conocer la realidad, hace unos años hay organismos internacionales que se dedican a registrar el habla de lenguas en estado de coma, porque cuando la lengua desaparezca podamos continuar contrastando conocimientos.

Con todo, ya sea por ignorancia o por mala fe, en nuestra casa y en los países vecinos (Francia incluida), se sigue poniendo énfasis sólo en una pequeña parte de la cuestión, la función comunicativa. Esta es la idea que hay detrás del argumento de que la lengua que tiene más hablantes es más útil. Muchos políticos e ideólogos caen en la trampa y, en lugar de practicar una actitud educativa que ayude a la gente a comprender que el mundo es diverso, que las otras visiones enriquecen las sociedades, le empujan a creer que las lenguas son obstáculos a vencer. ¡Ay, qué estrechez de miras! Eso si no es simplemente imperialismo militante.

Grupo de Estudio de Lenguas Amenazadas (GELA) (Mónica Barrieras, Pere Comellas, Montserat Cortés-Colomé, Alicia Fuentes-Calle, M. Carme Junyent)

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