Hace treinta años se inauguraba en Donostia «El Peine del Viento», una de las obras más importantes de Eduardo Chillida (1924-2002). El arquitecto Iñaki Uriarte analiza en este artículo el emblemático conjunto escultórico, a la vez que homenajea al artista guipuzcoano. Chillida se enamoró desde niño de este lugar, donde las olas se desvanecían ingrávidas frente a las rocas de una forma amable. Y meditaba: «El mar tiene que entrar en San Sebastián ya peinado».
El 3 de septiembre de 1977, hoy hace 30 años, en Donostia fue inaugurado «por el mar y el viento» uno de los lugares más bellos del mundo: El Peine del Viento. Magistral reflexión del escultor vasco Eduardo Chillida (1924-2002). Un pensamiento que apelando a un sitio, a través de un tiempo, recurre a la naturaleza y la materia para configurar un espacio creando un lugar. A través de las citas, entrecomilladas, de Chillida se articula este relato a modo de homenaje.
¿Qué hay detrás de la mar y de mi mirarla? ¿Qué hay detrás de la mar y de mi oírla?
El sitio. En el extremo occidental de la bahía de Donostia, al pie de Igeldo, existía un rincón abandonado, conocido como la alcantarilla, donde vertía una conducción de desagüe. Chillida desde niño acudía a este límite de su ciudad y soñaba, lo recuerda con cariño, cuando dice, «Me enamoré de este lugar mucho antes de saber que iba a hace algo en él.. antes de ser escultor…. podría tener 14 años, pensando de dónde vendrían las olas». Unas olas que se desvanecían ingrávidas frente a las rocas de una forma amable, tolerable; no era el Paseo Nuevo, donde el embate era feroz, furioso y frontal. Y meditaba. «El mar tiene que entrar en San Sebastián ya peinado».
«Al alba conocí la obra. Puede ser de mil maneras, pero sólo de una».
Un tiempo. La metáfora necesitó un intervalo para tomar forma en un tiempo largo, un adagio compositivo. Empieza en 1952 a dar expresión a aquel pensamiento con una escultura en hierro, a modo de puerta, a la que llama Peine del Viento I. Prosigue en 1959 con Peine del Viento II, y así sucesivamente, cambiando de planteamiento, alterando su expresión, la estructura orgánica y formal de la obra, su materidad, vacío o pleno, dureza o dulzura, estaticidad o dinamicidad y continúa haciéndose preguntas hasta llegar a crear 17 piezas, todas en acero especialmente tratado. Es una larga trayectoria conceptual que tiene diversos episodios memorables constituyendo una autobiografía artística.
«Moderno como las olas / antiguo como la mar / siempre nunca diferente/ pero nunca siempre igual».
Su interrogación ha encontrado respuesta, que no resolución: una escultura única, solitaria y solidaria abrazada a una roca exenta. Pero poco después la descarta por su sentido de monumentalidad, de gigantismo a pesar de que la obra, de tamaño apreciable, tiene un planteamiento razonadamente humilde. Reflexiona y renuncia: «Es absurdo tratar de competir en grandiosidad con el mar, el viento y las rocas». Las preguntas se presentan de nuevo y alcanzará una decisión ya inapelable: una trilogía. Variadas razones aconsejan la triplicidad.
«¿Qué clase de espacio hace posibles los límites en el mundo del espíritu?»
El espacio. Tres esculturas crearán un espacio exterior. La escena. La geología del lugar genera un primer plano donde la escultura de la izquierda, la vinculada al monte, se suspende de su estrato en evidente relación, pero aislada, en la misma capa estratigráfica, con la pieza de la derecha asimismo suspendida. Ambas rocas pertenecen a un mismo pasado común y consecuentemente los hierros se vinculan en horizontal. Sobre una roca más profunda, la tercera escultura surge vertical reclamando con su posición configurar el espacio. Esta trinidad por su volumen, escala y posición establecen una relación de equilibrio formal. La intencionalidad creativa, poseída de una profunda convicción, exigía una obra arraigada, con raíces, no un mero decoro urbano
¿No es lo único estable, la persistencia de la inestabilidad?
Triple concierto. Escultura, arquitectura e ingeniería concurren en este proyecto. El paraje y su morfología, la posición y su visión, la llegada y colocación de las esculturas requerían un profundo estudio que no alterase el «aroma» del proceso. El prestigiosos arquitecto Luis Peña Ganchegui (Oñati 1926), habitual colaborador de Chillida, concibe su contexto físico, el espacio interior, el anfiteatro. Es preciso un orden secuencial, un proceso de llegada que conduzca a un lugar emocional.
Al final de la playa de Ondarreta, abandonada la calzada y acera de acceso, unos planos aterrazados de granito rosado aplazan la escena; una antesala o atrio se desarrolla por un sendero perimetral a la mar. La plaza, el anfiteatro contemplativo, un espacio meditativo como si fuese un templo, se sitúa rehundido entre las gradas anexas al monte y una cornisa perimetral junto al rotundo borde que delimita el conjunto y permite una aproximación singular a las dos primeras piezas. El Peine del Viento tiene una liturgia de percepción como un Arantzazu marítimo.
La envergadura de las esculturas, 215 x 177 x 185 centímetros en acero reco, similar al corten, formulación patentada por la fundición de Patricio Echevarria y preparado con afecto por sus trabajadores, el peso de 11 toneladas, el modo de anclarlas en las rocas, su transporte por un carretón sobre un puente de vías entre rocas y oleaje y el manejo fueron resueltas con maestría por el notable ingeniero José María Elosegui.
«Lo único que yo hice fue descubrirlo»
Un lugar. Llegó el 3 de septiembre, cuando se colocó la última pieza, y desde entonces, allí y para siempre se creó un lugar. Aquel día, la ola que desde el infinito venía con el viento, se despedía, arrebataba la obra a Chillida y la donaba a la ciudad con un título para la eternidad: El Peine del Viento. Su sueño hecho realidad surge como la apoteosis de un pensamiento. Es la síntesis de unas ideas primarias, abstractas, expresadas de forma rotundamente concreta.
Aparece un intercambio matérico y textural: produciendo en la fusión de lo natural y lo artificial, el metal salado, la roca oxidada, una apariencia de prehistoria artificiosa, contemporánea.
El lugar, austero pero repleto de simbolismo, provoca un estado emocional que atrapa como una ola al observador en un espacio donde se interroga el sentido de sus significados y percibe la sensorial tonalidad de una composición definida por una partitura esculpida en hierro con el octograma: «tiempo / ritmo / pausa / silencio / medida / acorde / intervalo / reposo.»
El Peine del Viento, tiene una dimensión atemporal. Emplaza al futuro desde un presente que toma forma de pasado. Es un compromiso con la eternidad. Una obra suprema del genio humano. Gracias, Chillida, por este legado espacial, que algún día será patrimonio de la humanidad.