Última carga de los cosacos del Don

No había cosa que más temieran los judíos y los mujiks de Rusia y Ucrania que los ataques cosacos. Sin embargo, la ultima carga de los cosacos no fue ni en Rusia ni en Ucrania: fue, aunque suene inverosímil, en la frontera entre Italia y Austria, más precisamente en las montañas que separan a Trieste de Austria, una tierra de nadie que, durante unas pocas semanas de 1945, fue la República Autónoma de Cosakia por decreto de las SS del Reich, casi póstumas para entonces. En esas montañas, conocidas como el paso del Carnia, hay unos pocos pueblos perdidos de montañeses, y en cada uno de esos pueblos hay un bar donde, generación tras generación, los parroquianos viejos repiten a los más jóvenes la historia que les voy a contar.

Cuando los nazis encararon la invasión de Rusia, reclutaron al general Piotr Krasnov, gran atamán de los cosacos del Don, para que sumara su legión a las fuerzas del Tercer Reich. Krasnov, que había tomado el camino del exilio luego de la derrota del Ejército Blanco contra los bolcheviques, llevaba veinte años escribiendo con moderado éxito novelitas tártaras de caballería, pero partió en el acto a convencer a sus huestes, que estaban bastante desmembradas: habló con obreros de la Renault en Billancourt, porteros de hotel en Berlín, choferes en Zurich y acróbatas de a caballo en circos transhumantes, a toda esa variopinta fauna visitó el atamán Krasnov para convencerlos de que sólo ellos, los viejos cosacos del Don, podían derrotar a los ejércitos de Stalin. Llegó a juntar cincuenta mil hombres, que aceptaron a Hitler como comandante supremo de las fuerzas cosacas y partieron al frente oriental, a cambio de la promesa del Reich de que se les otorgaría un territorio en Ucrania, para crear allí su patria, terminadas las hostilidades.

Los cosacos habían defendido históricamente de los tártaros los territorios del Zar, aunque tenían mucha más afinidad con los tártaros que con el Zar (de hecho, se jactaban de ser los únicos en Rusia que lo desobedecían cuando querían). Algunos de aquellos cosacos llegaron a pelear junto a Lenin en el 17, creyendo que, sin zares, volverían los buenos tiempos de la autonomía anárquica. Pero en cuanto comprendieron que los bolcheviques no los veían como otra cosa que perros de guerra, se pasaron sin prurito al Ejército Blanco, y cuando los blancos fueron derrotados ofrecieron a Lenin crear un “estado cosaco-bolchevique” donde no mandaran los soviéticos. Desde entonces vegetaban en el exilio, esperando cualquier oportunidad que les permitiera volver a Rusia, o al menos volver a guerrear. Así que recibieron con los brazos abiertos aquel llamado a filas de su atamán, el general Krasnov.

Los regimientos cosacos sufrieron una derrota tras otra junto al ejército nazi en el frente oriental, pero no les importó: por primera vez no peleaban hasta la muerte; peleaban para tener por fin una patria propia. La retirada los fue empujando, junto con las tropas alemanas, desde Bielorrusia hacia el sur, pero no se desbandaron porque la promesa del Reich se mantenía, sólo que el territorio ofrecido iba cambiando a medida que los nazis perdían dominios. A fines de 1944, lo único que les quedaba para ofrecer a los cosacos eran esas montañas perdidas donde Austria y Eslovenia desembocan en Italia. Así que hacia esas montañas convergieron, en la nieve, los regimientos de Krasnov. Los montañeses de Carnia los vieron llegar: diecisiete grupos linguísticos diferentes, llegados a caballo o en camello o en carromatos indescriptibles, rebalsando de mujeres y niños tan salvajes como sus dueños. Había tantos generales como soldados (se decía que en aquella tropa era más fácil ponerse galones que ensillar un caballo robado). Sólo el atamán Krasnov se privaba de su montura, por sufrir de gota: se movía en un pequeño Fiat con chofer, custodiado por una guardia de veinticuatro cosacos a caballo armados hasta los dientes.

En ese mismo Fiat emprendió la retirada con sus huestes cuando las fuerzas aliadas y los partisanos de la Brigada Garibaldi ocuparon Trieste y avanzaron hacia las montañas. Krasnov y sus cosacos retrocedieron hasta la frontera austríaca con el propósito de hacerse fuertes allí y recuperar su territorio (se decía que habían dejado enterrado un tesoro en aquellas montañas: el fruto de sus saqueos por Europa). Pero al llegar a la frontera se toparon con la noticia de la rendición nazi y supieron que su aventura había terminado. Krasnov negoció con los ingleses que se rendirían con una sola condición: no ser entregados a los soviéticos. Los ingleses incumplieron famosamente su promesa. Tenían a los cosacos en un campo de detención rodeado en tres de sus lados por alambre de púas y en el lado restante por las aguas heladas del río Drau. Una madrugada, cumpliendo los pactos secretos de Yalta entre Churchill y Stalin, los ingleses entraron en el campo con camiones, para cargar a los prisioneros y entregarlos al Ejército Rojo. Los cosacos no lo permitieron. Ataron a sus monturas bolsas llenas de piedras y, con sus mujeres y bebés en brazos, se fueron arrojando en masa a las turbulentas aguas del río Drau.

Unos pocos hacían frente a los británicos mientras el resto se inmolaba de esa manera. Los ingleses sólo lograron entregar a los soviéticos una décima parte de aquellos cincuenta mil (que terminaron ejecutados o en Siberia); el resto dejó su vida aquella madrugada en las aguas del río Drau. Ese trágico suicidio colectivo selló para siempre lo que piensan los montañeses de Carnia acerca de los cosacos de Krasnov. Cada noche, cuando hablan de ellos en el único bar de su pueblo, en cada pueblo de las montañas de Carnia, no rememoran las hambrunas que pasaron en esos tiempos ni el pánico que los embargó al enterarse de que los nazis les habían dado derecho a saqueo a los cosacos y que eso venían de hacer por aldeas de media Europa. Sólo recuerdan aquel gigantesco campamento en la nieve donde convivían caballos, camellos y humanos que hablaban diecisiete lenguas diferentes. Y son capaces de describir como si la hubieran visto con sus propios ojos aquella última carga desesperada, suicida, a las aguas negras del río Drau.

Claudio Magris recorrió esos pueblos de montaña, pasó largas horas en aquellos bares de mala muerte escuchando a sus parroquianos y escribió una novela emocionante con esa historia, que tituló Conjeturas sobre un sable. Pero no logró convencer a los parroquianos de que el atamán Krasnov no se suicidó junto a sus hombres sino que fue entregado por los ingleses a Moscú, donde se lo juzgó por alta traición y fue ahorcado en 1947. Los montañeses de Carnia descreen de todo lo que llega de las grandes ciudades. Eso incluye a Magris, a los historiadores y también a los oportunistas que aparecen cada tanto, buscando el tesoro perdido de los cosacos. Para los parroquianos de esos bares solitarios en las montañas Carnia, Krasnov y sus huestes y el tesoro enterrado y nunca hallado pertenecen a un mismo orden. Así como pasaron por este mundo lo abandonaron después, con el mismo estruendo y furor, dejando detrás lo único que eran capaces de dejar, lo único que supieron tener en vida, lo único en lo que eran capaces de creer: su leyenda, su sorda y ciega y espeluznante leyenda.

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