Trump es cultura ‘woke’

En los últimos días he leído en este diario varios papeles referidos al universo ‘woke’, la cultura de la queja, etc. Sin ánimo de polemizar –hace tiempo que no tengo interés alguno en tener razón, ni en esto ni en nada–, sí que me gustaría hacer alguna aclaración en forma de apuntes, que naturalmente son discutibles.

1. La primera matización es casi ridícula, pero creo que hay que hacerla igualmente: que la extrema derecha se haya abalanzado contra la cultura ‘woke’ no significa, a través de un silogismo absurdo, que renunciar a ser críticos con esa mentalidad resulte progresista. Hace nada menos que veintidós años publiqué un ensayo de sesgo académico que llevaba por título ‘Comunicación y argumentación’ donde analizaba ésta y otras disfunciones dialógicas en un contexto mediático. No sería prudente resumirlas ahora en un par de líneas.

2. La mentalidad ‘woke’ y la izquierda europea emparentada con la dialéctica negativa de la Escuela de Frankfurt (es decir, con una actitud siempre crítica hacia las injusticias sociales) representan universos mentales muy distintos que conviene no yuxtaponer ni confundir. La primera mentalidad es genuinamente estadounidense, mientras que la segunda surgió y se desarrolló en el Viejo Continente. Estados Unidos es una nación fundacional y constitutivamente puritana y, en consecuencia, refractaria a la mezcla racial (incluso cuando pretenden ser antirracistas e instaurar cuotas basadas en una noción de raza que, en teoría, quiere dejarse atrás). Que los europeos hagamos nuestro este fermento mental ajeno debería preocuparnos, pero seguramente vemos demasiadas películas y series, y todo empieza a parecernos tan normal como la imposición del inglés en la vida cotidiana.

3. Rosa Parks y Martin Luther King no tienen nada que ver con la cultura ‘woke’, que es un fenómeno posmoderno, sino con la lucha por los derechos civiles, es decir, con la idea de igualdad política en un sentido moderno. Querer votar y querer sentarse en un autobús como cualquier otra persona tiene que ver con la igualdad; reclamar una cuota apelando a la raza tiene que ver, en cambio, con una exacerbación acomodaticia de la diferencia. De alguna manera, todo este lío está basado en simular que la izquierda moderna y la izquierda posmoderna son lo mismo. Aquí cedo la palabra al Toni Soler: “Las izquierdas –en sentido amplio– han contribuido a ello banalizando el concepto de víctima, sermoneando al personal, convirtiendo cada gesto equívoco, cada frase desafortunada y cada malentendido en una batalla cultural, poniendo los valores éticos y morales (individuales) por encima de la tradicional defensa de la justicia social (colectiva), lo que ha abierto una brecha que ha permitido a la nueva derecha penetrar en las clases medias y bajas, que antes le eran claramente hostiles”.

4. En el siglo XVIII y en el XIX se hacían monumentos a los reyes. Su –digamos– mérito era ser hijos de otros reyes. En el XX, estos monumentos se erigían para homenajear a los héroes y a la gente que había destacado en algo. En el siglo XXI, en cambio, el centro son las víctimas, cuyo mérito es, por definición, pasivo. Hoy la condición de víctima es lo más preciado, lo que genera dinámicas políticas inverosímiles y contradicciones como la que veremos a continuación.

5. Entendido como una lucha encubierta por el poder, el victimismo –racial, de género, etc.– se ha convertido, en sí mismo, en una nueva ideología. Pero es muy selectiva. La mayoría de personas de raza blanca de Zimbabue, por ejemplo, se fueron de su país hace tiempo, y los pocos que quedan viven bajo amenazas constantes. El ultracorrupto Robert Mugabe les acusó hasta el día de su muerte de ser blancos y, por tanto, de estar emparentados con los opresores de la antigua Rodesia. La razón última de la persecución era, por tanto, abiertamente racista. Los granjeros blancos de Zimbabue son víctimas, pero no resultan homologables como tales por la cultura ‘woke’. Es solo un ejemplo entre docenas.

6. Donald Trump ha asumido plenamente la mentalidad ‘woke’, y esto no es ninguna ’boutade’, como verán a continuación. En efecto, su política se basa en la expresión sobreactuada de la queja y en la idea de que los demás están obligados a restituir un supuesto agravio histórico con Estados Unidos: “No nos compréis coches, nos hacéis pagar demasiados aranceles, nos maltratáis comercialmente”, etc. Esta matraca sirve para legitimar excepciones ventajosas en el seno de la política internacional. Todos los presidentes de Estados Unidos han presionado a otros países, evidentemente, pero no con este lenguaje ni con este estilo. Una vez instaurada la queja como única estratagema política, barra libre.

ARA