La ciudad más pobre del Mediterráneo es Trípoli en el norte del Líbano y nadie lo pone en duda. Desde el castillo de San Gilles, fortaleza cruzada que, como tantas otras orillaba estas riberas del Mediterráneo oriental, la ciudad se ofrece, entera, con sus barrios residenciales en la orilla del mar, donde antaño florecieron jardines, huertos, se erguían palmeras, con su puerto de El Mina, su paseo marítimo y su pequeño barrio cristiano, el centro urbano de anchas avenidas, calles y la bien guardada población medieval. Fue más tarde una de las Escalas de Oriente que también conto con su Consolat de Mar, de hermosas mezquitas, madrasas, caravaneras, hamamams, sus abigarrados zocos que se derraman hasta sus pies.
A su izquierda en cambio se extiende una población marginal y subversiva, que habita en paupérrimos barrios de casas decrepitas, los sunis en Bab Tabane y alauís en Jebel Moshen, que no han abandonado completamente sus pequeñas guerras, infames y crueles, impuestas desde la década de los ochenta, y que a menudo han hecho temblar toda la ciudad y paralizan su vida. Los alauís están infeudados al régimen de Bachar el Asad al que llaman “el hijo de Dios” porque fue su padre quien salvo a su desamparada minoría libanesa. La calle que separa ambas colinas se llama calle de Siria. Atravesando estos barrios de viviendas de fachadas acribilladas, a las que se agarran sus vecinos, no sé cuál es el más miserable. Extremistas islámicos, financiados por las monarquías del Golfo, abadayes o matones alauís, secta próxima a los chiis, estipendiados desertores del ejército sirio, soldados del ejército regular libanés uno de cuyos destacamentos ocupa el castillo en ruinas de Sn Gile, han sido algunas de las voces armadas de Trípoli que han perdido fuerza en los últimos años ante la rabiosa sublevación popular del 2009 que intentó sobrepasar las protestas en la plaza de los Mártires de Beirut. Huyendo de su cólera algunos de los detestados notables locales tuvieron que refugiarse un tiempo en la capital.
Mi primera visita a Trípoli fue en el invierno de 1971 cuando un grupúsculo de extrema izquierda -eran tiempos de otras ideologías laicas- ocuparon durante semanas el castillo que domina la ciudad, desafiando la siempre maltrecha autoridad del gobierno de Beirut. En 1983 fui testigo de la guerra entre grupos palestinos ceca del puerto de la ciudad, cuando Yasser Arafat, que tuvo que abandonar Beirut el año anterior al ser derrotado por los israelíes, regresó a la tierra libanesa, siendo esta vez expulsado por el ejército sirio. Es la historia tan difícil de explicar de esta región del mundo.
Los extranjeros que visitan Trípoli aprecian sus zocos medievales, su popular ambiente oriental su radical identidad árabe-musulmana. A penas a cien kilómetros de Beirut conserva costumbres muy conservadoras alejadas de los espejismos cosmopolitas de la capital libanesa, creada indudablemente durante el mandato francés. Si Beirut en tantos cruces de caminos esta podrida de literatura Trípoli -las tres ciudades en griego- apenas ha interesado a los escritores. Su rivalidad siempre se ha mantenido pese a que han sido algunas de sus familias las que acapararon durante décadas, los cargos del primer ministro. La ciudad más pobre del Mediterráneo es la cina de fortunas inmensas como la del actual primer ministro Nagib Mikati, o de otro multimillonario como Ahmad Safadi también jefe de gobierno anteriormente y creador después de una fundación humanitaria. Trípoli es el indiscutible centro musulmán suni del norte. Su depauperada población con los miles de refugiados palestinos anteriores, han precipitado la ciudad a la miseria, y las luchas entre sus dignatarios locales han impedido que hubiese podido ser una de las más atractivas del Mediterráneo. En una de sus orillas se amontonan toneladas de desperdicios que cada día descargan camiones, amenazando el aire que se respira en la ciudad, corriendo el peligro de desmoronarse sobre el mar.
Es difícil imaginar que es aquí donde el gran arquitecto Oscar Niemeyer, el constructor de Brasilia, erigió una espléndida obra con pabellones, paraqués, un lago artificial para su Feria internacional, que nunca pudo inaugurarse por culpa de guerras, conflictos intestinos, por la incuria, del estado libanes. Ha sido el sueño olvidado -nadie guarda ninguna ilusión de que pueda ser abierto al público- de Oscar Nemeyer en Tripoli.