El verano es un buen momento para abrir ventanas. Para asomarnos y mirar un poco más allá de nuestro día a día, de nuestro entorno, de lo más próximo. Para fijarnos en horizontes lejanos que nos obliguen a levantar la mirada y observar nuevos perfiles y formas. Para que nos dé el aire y podamos ventilar un poco el cerebro. Ventanas al mundo. A un mundo cada vez más interconectado y al mismo tiempo tan diverso, desigual y asombroso. Ventanas que se pueden abrir viajando, leyendo o viendo una película. Y las que quiero abrir son las de dos ciudades tan distintas que parece imposible encontrarles alguna cosa en común: Tokio y Venecia.
Tokio tiene unos 12 millones de habitantes; el Gran Tokio, su área metropolitana, llega a los 30 millones. Es una ciudad vertiginosa, rápida, tumultuosa, iluminada con miles de neones. Con una de las redes de transporte ferroviario más densas del mundo, con trenes abarrotados, aunque con frecuencias de paso mínimas. Con estaciones que conectan líneas de metro, de ferrocarril convencional y de alta velocidad. Con rascacielos que llegan a los 50 pisos y con autopistas elevadas de dos o más niveles. Con personas cansadas, que terminan sus largas jornadas laborales muchas veces a media noche. Una ciudad de 24 horas. Inmensa y a la vez ordenada y segura. Una ciudad que se puede visitar a través de la película Lost in Traslation, de Sofía Coppola.
Venecia tiene poco más de 100.000 habitantes. Es una ciudad por todos conocida. Sus canales, palacios, sus pequeñas plazoletas, sus calles laberínticas. Es una ciudad que parece fosilizada y al pasearla nos remite a tiempos pasados. Además, más allá de los vaporettos que transcurren por ciertos canales, no hay otro modo de transporte que ir andando. Es una ciudad lenta, que esconde más de lo que muestra, en sus jardines privados o dentro de sus magníficas edificaciones. Con miles de turistas perdidos por unas calles de geometrías no cartesianas. Los libros de Donna Leon pueden ser una buena aproximación a esta ciudad mítica.
Y a pesar de todas estas asimetrías y de las distancias de toda índole que existen entre la una y la otra, en ninguna de las dos es útil una dirección con el nombre de la calle y el número del edificio, por que sus números no son correlativos. Estos están puestos un poco al azar, según la fecha de construcción de la edificación o por la historia de la calle.
Donde se encuentra el número dos, tres o diez, por poner un ejemplo, sólo lo saben los vecinos del barrio y sólo recurriendo a ellos puedes llegar al inmueble que buscas sin dar miles de vueltas. Para los taxistas en Tokio o para los habitantes de Venecia en general, una buena fórmula es indicarles que buscas un lugar cerca de algo peculiar (el color de un edificio, una iglesia, etc.) que identifique el sitio concreto al que quieres llegar.
Y esta forma tan poco usual de colocar la numeración en las calles indica una manera de vivir el barrio, el espacio que te une con tus vecinos, porque sólo unos pocos conocen el secreto de los números en sus calles. Secretos que unen ciudades dispares.
* Carme Miralles-Guasch. Profesora de Geografía Urbana.