El pasado 15 de diciembre la portada de El Mundo digital informaba del resultado del Concurso Nacional “Top Culos”, patrocinado por una conocida marca de lencería y convocado para “elegir las tres mejores nalgas de España”. Hasta 200.000 culos habían corrido a exponerse, separados de sus cuerpos, a la experta valoración de un democrático jurado popular que a través de internet examinaba y votaba las fotografías de los aspirantes. “Llega una nueva hornada de culos marmóreos”, arrancaba el texto de una noticia cuyo titular, muy elocuente, invitaba a bajar la mirada hacia el reverso ciego de nuestros cuerpos: “Mira qué culos”.
El culo -una palabra que gustaba mucho a Jorge Amado y que no hay que despreciar- es llamado también “trasero” por su posición anatómica retrasada y “posaderas” o “asentaderas” por el servicio ergonómico fundamental que nos presta. Como empezamos por ahí y en realidad no tenemos otra cosa, todas las culturas del mundo elaboran sus símbolos -y sus taxonomías sociales y morales- a partir del cuerpo, pizarra viva de oposiciones lógicas y metáforas espirituales. Lo contrario del culo es la cara. Uno y otra mantienen, por así decirlo, una relación de simetría inversa. Provista de ojos, proa de nuestra verticalidad, sede de la personalidad, condición de toda igualdad horizontal, la cara es el centro simbólico donde se deciden toda una serie de valores humanos universales: el amor, la dignidad, la sinceridad, la libertad, el carácter. Por su parte el culo, que es ciego y no ve nada, está allí donde no podemos verlo y donde sólo pueden verlo los demás si les volvemos y damos la espalda, gesto al mismo tiempo de máximo desprecio, máxima deshumanización y máxima vulnerabilidad. Con razón Sánchez Ferlosio, hablando de padres e hijos, recordaba la diferencia que existe entre dar una bofetada y dar unos azotes: el que golpea la cara golpea “el alma”, el que golpea el culo golpea el “cuerpo”; y por eso precisamente, y a la inversa, la mayor degradación simbólica de la mujer se revela, aún más que en los golpes del maltratador, en el cachetito no agresivo, sino aprobatorio y judicial, con que el jefe o el cliente niegan el alma de la camarera y condescienden a reconocer su culo.
¿Podemos sacar alguna conclusión, aunque sólo sea analógica, de un Concurso de Culos? ¿De una atención colectiva dirigida hacia lo que está abajo y detrás? ¿De la tentación socializada de “dar la espalda” en lugar de “dar la cara” y de mirarse ininterrumpidamente las cegueras en lugar de los ojos?
El concepto básico del sistema freudiano es el de “inconsciente”. Para Freud, el inconsciente -simplifiquemos mucho- era el lugar donde lo reprimido se organizaba a nuestras espaldas para amenazar desde allí, y activar sin parar, el Yo civilizado. Obviamente para Freud “lo reprimido” era lo primitivo, lo instintivo, lo libidinal, todo eso que un vienés puritano de hace cien años identificaba con el “sexo”. También lo llamaba con el neutro e impersonal nombre de Ello, una fuerza arrolladora que, según su delirante discípulo Georg Groddeck, se transformaría, contrariada, negativa o sublimada, desplazada de su lugar, en la estatura de un cuerpo y sus enfermedades, en música, drama, iglesia, palacio, locomotora; en todo lo que, en definitiva, el ser humano ha construido a lo largo de la historia, para bien y para mal. En todo caso, el “inconsciente” -saberse a uno mismo no sabido- se afirmaba como la condición misma de toda operación simbólica y cultural, como el reverso que debía mantenerse “debajo y atrás”, confinado y conocido, para garantizar la existencia de una sociedad propiamente humana.
El capitalismo ha construido un orden social paradójico que reprime los cuerpos -la vejez, la enfermedad, la muerte- al mismo tiempo que libera el Ello. “Lo reprimido” ya no es el sexo; tampoco todo eso que en otras sociedades tradicionales aparecía como vergonzante o secundario: eso, por ejemplo, que llamamos “economía” para legitimar la pulsión del beneficio privado. Todo es ahora visiblemente “trasero”, todo es visiblemente “posadera” o “asentadera”; todo es “espalda” delantera. O como escribe el italiano Massimo Recalcato en El hombre sin inconsciente, ya no hay “inconsciente”; la mercancía anti-puritana puede prescindir de todas las mediaciones y todos los rodeos, de todas las disciplinas y todos los aplazamientos. Curiosamente, en un mundo sin inconsciente, donde se premia al que mejor vuelve la espalda a los demás, todo pasa a ser mecánico, estéril y ciego.
¿Ya no hay “inconsciente”? ¿No hay nada reprimido? Si se invierte una simetría invertida, los elementos intercambian necesariamente sus posiciones. Delante el Ello; detrás el Yo. Reprimida la cara, reprimida la mirada, reprimida la igualdad, reprimida la dignidad, reprimida -incluso policialmente- la justicia. “Lo inconsciente” es ahora la civilización -es decir, el socialismo-, que amenaza desde muy abajo y muy atrás con salvar el mundo.