Si hay algo que por su brutal inmoralidad resulta verdaderamente desalentador en los dos asuntos de corrupción autóctonos -el caso Millet y el caso Muñoz-, son esta retahíla de detalles que ilustran descarnadamente la banal cotidianidad en la que se instala el delincuente encorbatado. Las ingenuas y transparentes anotaciones en la agenda de Gemma Montull, o las despreocupadas conversaciones telefónicas entre Bartolomé Muñoz y Luis García, dan cuenta de hasta qué punto se puede vivir cómodamente instalado en una normalidad en la que las corruptelas al detalle y al por mayor se suceden sin interrupción, casi amablemente. Se estafa como si no existiera ningún riesgo, sin imaginar peligro alguno.
De lo que se va conociendo del proceso judicial de ambos casos, y en contraste con la gravedad de los hechos imputados y de las sumas defraudadas, se deduce que de la conciencia clara de las irregularidades que cometían no se derivaba ningún sentimiento de culpa, ningún indicio de remordimiento ni tampoco que tuvieran alguna sensación de amenaza. A lo sumo, pedían una cierta discreción de los implicados que, dado el gran número de ellos, tampoco podía ser mucha. Lo más inquietante, pues, no es la enorme maldad que se podría suponer en tales personajes, sino precisamente todo lo contrario: la increíble amoralidad de su conducta, cosa que posiblemente podría explicar la dejadez que tuvieron a la hora de evitar pistas comprometedoras.
Se podría recurrir al hecho de que la condición humana es débil y corruptible. Pero no sería una justificación de nada, sino una mera constatación empírica a la cual debería encontrarse alguna explicación. También la condición humana se expresa a menudo de manera heroica y generosa, aunque no pueda pensarse que tales atributos son constitutivos naturales de la misma. Y aunque acabaran siendo los neurólogos los que nos aclaren los mecanismos bioquímicos exactos de la corruptibilidad o de la generosidad, creo difícil que nos puedan dar un porqué definitivo y, aún menos, que algún día podamos prever y evitar las conductas antisociales a base de algún medicamento que incremente los niveles de la mala conciencia.
El acento de la cuestión, de todas maneras, no quiero ponerlo en este plano individual, de por sí ya bastante angustioso. Lo que realmente me preocupa es que las organizaciones dentro de las cuales actuaban tales individuos, y las estructuras que los amparaban, no fuesen capaces de descubrir – o de denunciar-sus malos oficios.
En ninguno de los casos puede decirse que se tratara de delitos que se pudieran cometer a solas o entre muy pocos. Todo parece que son muchos los que debían estar al tanto, o por lo menos debían de haber sospechado algo. Gente, por otra parte, que ha demostrado que es muy lista en tantos asuntos, de la que se conoce que tiene buen olfato político y para los negocios y entre los que, inevitablemente, tenían que encontrarse tanto beneficiados como perjudicados. Y de he ahí esta otra fuente de inquietud: ¿por qué callaron? En cierta manera, parece que la cultura seguida por el Vaticano de no denunciar ciertos crímenes sexuales para no empañar el buen nombre de la mayoría y, muy especialmente, de la institución sería exactamente la misma que la de las organizaciones en las que se movían estos personajes. Incluso algunos podrían haber pensado que de tirar de la manta, se vería perjudicada la propia democracia.
El caso es que lo que realmente produce desconfianza y desazón no es descubrir a presuntos delincuentes, sino que hayan podido delinquir al amparo de gobiernos municipales, partidos políticos, instituciones culturales o fundaciones sin ánimo de lucro, y a pesar de todos los mecanismos de control, incluidos los medios de comunicación que se supone que deben ejercer, también, este papel. Lo que es descorazonador, pues, es el silencio cómplice de los entornos personales, sociales e institucionales de los ahora encausados. Dadas las circunstancias, no es muy esperable que los futuros condenados puedan llegar a arrepentirse de sus fechorías, que puedan resarcir del daño moral y económico a las instituciones o que puedan llegar a reconstruir una conciencia moral apta para la vida en sociedad. Pero no está ahí lo más grave. Lo verdaderamente aterrador es pensar que aquellos entornos silenciosos y cómplices -y muchos más que pueden seguir existiendo- puedan seguir amparando nuevos casos de corrupción, con el pretexto de no dañar la confianza en las instituciones o de no aumentar la desafección política.
Como decía antes, lo que acaba con el crédito de las instituciones no son los casos individuales descubiertos, sino las complicidades estructurales intuidas. Mi ruego va a ser inútil, pero por probar que no quede: dado que ya estamos en unos momentos bajos de credibilidad a todos los niveles de la vida social, ¿por qué no se aprovecha para tirar de todas las mantas posibles simultáneamente, regeneramos el conjunto de la vida social y empezamos de nuevo? Ahora es el momento adecuado. Quien sepa algo, por favor, que lo cuente.
Publicado por La Vanguardia-k argitaratua