Como explicaba la semana pasada, el filósofo, científico y pensador Pierre Teilhard de Chardin (1881-1955) marcó una época en las investigaciones sobre evolución humana. Pero quizás Teilhard es más conocido por sus reflexiones sobre la espiritualidad, que más parecen propias de un experto en ciencia ficción del siglo XXI que de un jesuita de principios del siglo XX. Sus conceptos de Noosfera y Punto Omega denotan una imaginación desbordante, que ha tenido influencia en ciertos modelos científicos.
El pensamiento surge de la actividad química del cerebro y representa una forma de energía. Pero Teilhard no conoce el funcionamiento del cerebro cuando postula la existencia de un espacio virtual que nace del aspecto psíquico de la mente humana, donde suceden los fenómenos del pensamiento y la inteligencia. Los pensamientos individuales representan algún tipo de entelequia espiritual, que fluyen por encima de la biosfera buscando un nivel cada vez mayor de complejidad, hasta armonizarse en una especie de súper conciencia o envoltura pensante a modo de córtex cerebral de las especies de homínidos más encefalizadas.
En realidad, Teilhard de Chardin rechaza el aspecto mecanicista y materialista de la evolución biológica. No obstante, quiere armonizarla y sintetizarla con lo espiritual en una evolución teleológica que, desde el inicio de la vida y pasando por la aparición del Ser Humano, se dirige hacia su culminación espiritual en el Punto Omega. En ese punto no existiría lo material, sino que confluirían la espiritualidad humana con la divinidad que Teilhard habría concebido a su manera. La evolución tendría pues una finalidad universal dirigida, que debería finalizar en el Cristo Universal.
No puede extrañar que esta concepción del Universo tropezara con la pureza de las concepciones religiosas del catolicismo de entonces. Con sus reflexiones, que alguno tacharía de extravagantes, Teilhard no es sino un ejemplo de esa esquizofrenia a la que me refería la semana pasada, cuando se tratan de armonizar y conciliar ciencia y religión.
La influencia de Teilhard de Chardin no ha pasado inadvertida y ciertos modelos científicos, como la hipótesis de Gaia de James Lovelock (1969) son herederos de esa influencia. Según Lovelock, la vida de nuestro planeta se comporta como un “ser pensante” capaz de autorregular las condiciones de equilibrio necesarias para mantener la vida. Los seres humanos nos hemos empeñado en distorsionar esas condiciones y de poner en peligro la continuidad de Gaia (la diosa Gea de la mitología griega). La denominada “conciencia de especie” de Eudald Carbonell también está en la misma línea de pensamiento.
José María Bermúdez De Castro
* Director del Centro Nacional de Investigación sobre Evolución Humana, Burgos