¿Estaría dispuesto Estados Unidos a arriesgarse a una catastrófica guerra con la República Popular China (RPC) para proteger a la República de China (RC), más conocida como Taiwán? El presidente Joe Biden presentó su visión con claridad la semana pasada. Entiende la rivalidad entre la RPC y EE. UU. como un conflicto mundial entre la democracia y la autocracia (y la RC es, indudablemente, una de las democracias asiáticas más exitosas).
En 1954 el presidente Dwight D. Eisenhower amenazó con usar armas nucleares luego de que China bombardeara un islote rocoso cerca de la costa de Taiwán, cuando la RC todavía era una dictadura militar. Pero las cosas eran distintas en ese entonces, EE. UU. estaba obligado a defender a Taiwán debido a un tratado. Esto cambió después de 1972, cuando el presidente Richard M. Nixon aceptó que Taiwán era parte de «una sola China» y el presidente Jimmy Carter anuló el tratado en 1979. La posibilidad de que EE. UU. se embarcara en una guerra por Taiwán se convirtió en una cuestión sujeta a lo que hace mucho Henry Kissinger bautizó como «ambigüedad estratégica».
Por ello, los compromisos militares estadounidenses en el Mar de la China Oriental son muy peculiares. Un tratado de defensa firmado con Japón obliga a EE. UU. a defender unas pocas rocas deshabitadas llamadas islas Senkaku (o islas Diaoyutai, en China), pero no a la democracia de Taiwán y sus 23 millones de habitantes.
Hay motivos prácticos por los que un ataque militar chino a Taiwán aún podría provocar una guerra con EE. UU.: si China logra controlar el Mar de China Oriental, generaría una amenaza para Japón y Corea del Sur, y permitir que eso ocurra podría dar lugar a una peligrosa carrera armamentista en el este asiático. Además, Taiwán cuenta con avanzadas tecnologías informáticas, que EE. UU. y sus aliados preferirían mantener lejos de las manos de la RPC.
Luego tenemos la cuestión histórica, el pasado no determina qué ocurrirá, pero es riesgoso ignorarlo (y aunque sus efectos pueden ser el resultado de mitos, los mitos pueden ser más poderosos que los hechos). En el centro del nacionalismo contemporáneo chino está la idea de compensar la humillación que sufrió el país con una renovada grandeza. Según esta narrativa, durante al menos 100 años —entre las guerras del Opio en la década de 1840 y las brutales invasiones japonesas en las décadas de 1930 y 1940— China fue rebajada, amenazada y ocupada por potencias extranjeras. Solo el resurgimiento nacional supervisado por el Partido Comunista de China garantizará que esto nunca vuelva a ocurrir.
Esta lección se enseña en todo el país, en museos patrióticos, monumentos, películas, libros, musicales y, por supuesto, libros de texto sobre historia. Uno de los motivos del actual dominio del nacionalismo revanchista en la retórica oficial china es el debilitamiento de la ideología marxista-leninista o maoísta en el país. Son tan pocos los chinos —incluso entre los comunistas— que aún creen en el antiguo dogma, que el partido necesitaba volver a justificar su monopolio del poder. Redimir las humillaciones del pasado se convirtió en una causa poderosa.
La conquista colonial japonesa de Taiwán como botín de la victoria sobre China en la guerra chino-japonesa de 1895 todavía duele. Es irrelevante que a los emperadores chinos nunca les haya importado demasiado Taiwán. Tampoco importa que no hayan sido los chinos quienes fueron humillados, ni siquiera China como tal, sino el imperio de la dinastía Qing (gobernado por los manchúes), derrocado con la Revolución China en 1911 (liderada por los chinos han). Nada de eso importa, el partido considera que la recuperar y mantener las posesiones imperiales Qing, como Taiwán y el Tíbet, es un sagrado deber patriótico.
A los estadounidenses los afecta una historia diferente, de la cual ni siquiera fueron responsables en forma directa. Fue el británico Neville Chamberlain quien firmó los acuerdos de Múnich en 1938 y permitió a la Alemania de Hitler que comenzar a desmantelar Checoslovaquia. El nombre de Chamberlain quedaría por siempre asociado al aplacamiento cobarde, mientras que Winston Churchill apareció como el gran héroe de guerra.
Pero los acuerdos de Múnich persiguieron a la política exterior estadounidense, tal vez más que a la británica, como un vengativo fantasma. A los presidentes y primeros ministros los aterra la idea de que se los compare con Chamberlain y sueñan con ser heroicos Churchills. En la retórica política estadounidense, «1938» apareció en casi todas las crisis extranjeras desde la guerra. El presidente Harry S. Truman lo invocó al principio de la guerra de Corea en 1950, cuando prometió «contener» al comunismo.
Cuando los británicos se negaron a enviar tropas a Vietnam para ayudar a los franceses a combatir a Ho Chi Minh en 1954, Eisenhower acusó nada menos que a Churchill «de fomentar un segundo Múnich». Y así ha seguido la cuestión. Nuevamente —durante la década de 1960, en Vietnam— Richard Nixon y muchos otros advirtieron contra otro Múnich. Más recientemente, en las guerras lideradas por EE. UU. contra Saddam Hussein, ambos presidentes Bush, padre e hijo, compararon al dictador iraquí con Hitler y se las dieron de Churchills. En vísperas de esa guerra, el primer ministro británico Tony Blair leyó los diarios de Chamberlain como una lección sobre lo que no hay que hacer.
Tal vez en el mundo actual, donde un conflicto entre superpotencias podría destruir gran parte de la humanidad, China y EE. UU. evitarán una guerra por Taiwán. Hasta el momento China parece estar jugando al juego del gallina: investiga las defensas taiwanesas, infringe su espacio aéreo, amplía sus patrullas navales, practica ejercicios militares para una invasión y provoca con afirmaciones de «no descartar el uso de la fuerza». El lado estadounidense respondió con cargamentos adicionales de armas a Taiwán y duras afirmaciones sobre una nueva guerra fría.
El juego de la gallina es una prueba para ver quién es el primero en rendirse, puede escalar en forma rápida e impredecible. Ser esclavo de los fantasmas de la historia hace que resulte más difícil echarse atrás… si ambas partes se niegan a hacerlo en una crisis, todos perderemos.
Traducción al español por Ant-Translation
El último libro de Ian Buruma es The Churchill Complex: The Curse of Being Special, from Winston and FDR to Trump and Brexit [El complejo de Churchill: la maldición de ser especial. De Winston y FDR a Trump y la brexit].
Copyright: Project Syndicate, 2021. www.project-syndicate.org
LA VANGUARDIA