Sumisión

Durante muchos años, antes de la guerra fría incluso, una sentencia atribuida a Lenin decía: “Los capitalistas nos venderán la cuerda con la que les colgaremos”. En Estados Unidos y en la Unión Soviética circulaban varias versiones. Algunos se la adjudicaban a Stalin y otros incluso a Marx. La persistencia del dicho y las numerosas variaciones implican un núcleo de verdad. Todas vienen a decir que la codicia es un instrumento de dominación infalible. El enemigo sólo tiene que ir comprando cuerda al codicioso hasta que sea suficiente para colgarlo. Es algo como lo de la cantidad que se convierte en calidad. O lo de la rana hervida sin darse cuenta.

En realidad fue la Unión Soviética la que se acabó colgando de la cuerda de una economía salvajemente explotadora, pero que el comunismo fracasara moralmente y como teoría económica no quiere decir que el liberalismo culminara la historia, como anunciaba triunfalmente Francis Fukuyama a finales de los años ochenta. La historia seguía su marcha imperturbable, con esa habilidad comprobada para sacarse nuevas crisis del sombrero. Desde mediados de los setenta, mientras el mundo estaba entretenido con la guerra fría y apenas terminaba la de Vietnam, en Oriente Medio se congregaba una tormenta de muy largo recorrido. El islam resurgía como agente geopolítico de alcance global.

Como en los inicios del movimiento organizado por el genio político de Mahoma, el islamismo renaciente combinaba una moral muy rígida con un gran poder mercantil. La crisis económica de 1973, provocada por la organización de países árabes exportadores de petróleo, con Arabia Saudí al frente, fue la respuesta a la ayuda de Estados Unidos a Israel durante la guerra de Iom Kippur, llamada guerra del Ramadán por los árabes. La inflación desatada por el embargo del petróleo no se redujo hasta la década siguiente con la aplicación de unas tasas de interés históricas y la recesión resultante. Cuando los árabes levantaron el embargo, en marzo de 1974, el precio del crudo había subido del 300% respecto a antes del conflicto.

Aquella retribución puso en evidencia la dependencia energética de Occidente y el nuevo poder de los países árabes, un poder que se volvió a visualizar en julio pasado cuando el presidente Biden, en medio de la actual crisis energética, viajó a Arabia Saudí para tratar de convencer al príncipe heredero, Mohamed bin Salman, de aumentar la producción de petróleo antes de las elecciones estadounidenses de mitad de legislatura. Durante su campaña electoral, Biden había prometido tratar a Arabia Saudí como un Estado paria y en el primer año de su mandato había hecho público un informe del servicio de inteligencia que acusaba a Bin Salman de complicidad en el asesinato del periodista Jamal Khashoggi, junto con un informe que implicaba a Arabia Saudí en los atentados del 11 de septiembre. Además, había frenado la venta a ese país de misiles de precisión por la guerra de Yemen. No fue de extrañar, pues, que en vez de acceder a la petición de Biden, el príncipe heredero mantuviera el recorte de producción acordado con la OPEC (https://www.opec.org/opec_web/en/), enviando a Washington y al resto de Occidente una señal inequívoca de quién puede estrechar la cuerda.

La dependencia occidental de los hidrocarburos es tal como la de yonqui irreformable, como acaba de poner de manifiesto la conferencia COP27. En este intento de Naciones Unidas de acordar una política climática entre los Estados miembros, han sido los países árabes y China quienes han bloqueado cualquier acuerdo para reducir las emisiones de dióxido de carbono. No en vano estos son los países que más se fortalecen procurando a Occidente el “género” necesario para un estilo de vida al que ya no sabe renunciar. Si la conferencia ha demostrado algo, es que, por distintas que sean las prioridades de unos y otros, todos comparten la misma lógica suicida. Más que frenar el calentamiento del planeta, lo que de verdad buscan los estados es el dominio global. ‘Fiat dominium et pereat mundus’.

Occidente se bate en retirada y ningún gobierno está en condiciones de pedir sacrificios a una ciudadanía malcriada. Ablandada por el escepticismo y minada por la autocrítica, Europa ya no tiene nada sólido que oponer a una religión que es sinónimo de obediencia incondicional. Islam significa “sumisión” y “sumiso” es el significado de musulmán. ¿Qué puede contraponer una Europa descreída y avergonzada de su historia? En el siglo XX todavía fue capaz, en algunos lugares, de sacar suficientes energías de la propia tradición para reaccionar al peligro de una religión inspirada en la mitología germánica. En el siglo XXI es dudoso que lo encuentre para reaccionar contra una doctrina igualmente autoritaria que ha aprendido a abatir las escasas defensas morales de los europeos impregnándoles no de su superioridad sino de su culpabilidad innata y su deuda impagable.

El incentivo del pecado no es pues creer en la superioridad de ninguna raza, sino la aceptación y consentimiento en el consumo y el lujo. No son suficientes alegaciones de racismo lanzadas a diestro y siniestro para doblegar la voluntad política de los países. La resignación debe comprarse, y se hace por un lado enviando mano de obra barata que, como en el siglo XIX, se caracteriza por la fecundidad, por la prole; y, por otra parte, con ofertas imposibles de rechazar. Del nivel de desmoralización de las naciones europeas da fe la justificación de Gianni Infantino, presidente de la FIFA, por haber concedido el Mundial de Fútbol a Catar. La víspera de la inauguración en Doha, Infantino aleccionó a los periodistas con estas palabras: “De lo que nosotros, europeos, hemos hecho los últimos tres mil años, deberíamos disculparnos durante los próximos tres mil años antes de empezar a dar lecciones morales”. Acto seguido se embarcó en un tirón surrealista de alternancia de identidades: “Hoy me siento catariano, hoy me siento árabe, hoy me siento africano, hoy siento gay, hoy me siento discapacitado, hoy me siento trabajador inmigrante”. Una curiosa puesta al día de la histórica frase de Kennedy “Ich bin ein Berliner”, pronunciada en un contexto muy distinto. La de Infantino cabalga cínicamente en la licuefacción de la identidad europea, magullada por una ignorancia orgullosa. “Siento esto, todo esto, por todo lo que he visto y que me han dicho, ya que no leo. Si leyera pienso que me deprimiría”, añadió.

Si esto no es sumisión, no sé lo que sería. Infantino es la prueba, mejor dicho, la confesión descarnada de la hipocresía de las instituciones europeas. Pese al triste balance de los derechos humanos del emirato de Catar, la Federación de Fútbol no tiene ningún inconveniente en venderle la conciencia, pero la factura moral la pasa a los ciudadanos europeos. Si para un monarca protestante París valía una misa, para un soberano del espectáculo rey como Infantino la prima de la concesión del mundial de fútbol bien vale una prosternación ante Alá y su profeta.

‘Sumisión’ se titula una novela de Michel Houellebecq, una de las mejores que se han escrito en Europa en este siglo. Tildada de racista incluso antes de publicarse y atacada por alguien con la credibilidad ética de Manuel Valls sin haber tenido tiempo de leerla, ‘Sumisión’ es menos una diatriba contra el islam que una crítica despiadada de la cultura occidental. Una crítica comparable en profundidad e incisión con la de Dostoyevski en ‘Apuntes del subsuelo’. La distopía que Houellebecq describe en cada novela desde la publicación de ‘Las partículas elementales’ es la de una sociedad atomizada y podrida de nihilismo, donde el individuo no tiene más certeza que la sensualidad más primaria, casi como si el empirismo de Berkeley y de Hume se hubiera encarnado en los últimos europeos, que se cuelan hacia la nada a la deriva de una historia de la que hace tiempo que han consumido el sentido.

François, el protagonista de ‘Sumisión’, es un profesor de la Sorbona especializado en el escritor decadentista J.K. Huysmans. La víspera de unas elecciones presidenciales que se prevén complicadas, emprende un viaje hacia el monasterio en el que Huysmans experimentó la crisis religiosa que le llevó a convertirse al catolicismo. François no es capaz de seguir la trayectoria espiritual de su objeto de estudio, pero al regresar a París se encuentra con una situación radicalmente alterada. La crisis de los partidos políticos tradicionales, de los socialistas de François Hollande y de la UMP, permitía vislumbrar la victoria del Front National de Marine Le Pen. Para cerrarle el paso, los socialistas y el centro-derecha han decidido pactar con el partido que representa la creciente franja musulmana de la población y entregarle el gobierno. A continuación, los islamistas se aplican a transformar las instituciones con la complicidad de una izquierda dócil a la financiación procedente de los países del Golfo. Una de las primeras instituciones en convertirse es la universidad, como si Houellebecq sugiriera que la causa de la corrupción política es la putrefacción de la vida intelectual. François, descreído y vacío como muchos custodios oficiales de la cultura europea, ni siquiera se vende por dinero, pues con la pensión tendría suficiente para vivir. Lo último que todavía puede excitar su cinismo es la oferta de una situación poligámica consonante con su prestigio profesional.

Valls tenía razones para indignarse con Houellebecq, porque éste le había convertido en personaje de la novela y no precisamente en uno dignificado. Ahora, acusar al escritor de intolerancia, odio y temor precisamente al día siguiente de los atentados contra el semanario ‘Charlie Hebdo’ era, por lo menos, peculiar. “Francia no es Michel Houellebecq”, en aquel contexto, quería decir sin duda “Francia soy yo, Manuel Valls”. Atacado por el islamismo y ridiculizado, irónicamente, por ‘Charlie Hebdo’ en la portada del número que debía salir el día del atentado, Houellebecq tuvo que esconderse un tiempo y acabó exiliándose a Irlanda. De nada le sirvió proclamar que no creía realmente en el futuro que había proyectado en la novela, ni expresar admiración por el islam; nada le salvó de enfrentarse a litigios por haber ofendido a la comunidad musulmana.

Quizá el panorama de una toma del poder y una reforma islámica de las viejas naciones de Europa no sea más que una distopía imaginaria, como en ‘1984’ de Orwell o ‘Un mundo feliz’ de Huxley. Quizás las antiguas instituciones de factura europea, como las universidades, resistirán la presión que ya se hace sentir en la escuela pública, por ejemplo en Cataluña, donde el árabe pronto será lengua optativa en la ESO, primer paso para reclamar estatus de lengua vehicular. Quizás la izquierda, especialmente dócil con las exigencias de una comunidad que no para de crecer, no se vincule ante chantajes o promesas tentadoras. Quizá la catedral de Saint-Denis, que ya ha tenido que ser protegida por el ejército alguna vez, no se convierta en un lugar de culto de la comunidad islámica de la que está rodeada, como sí se ha convertido Santa Sofía en Estambul tras más de medio siglo funcionando como un museo aconfesional. Pero quizás tampoco debe descartarse completamente la visión de Houellebecq de una Europa islamizada y que dentro de unas pocas generaciones la Sagrada Familia acabe siendo dedicada a la divinidad coránica. Siempre habrá quien lo considere una pequeña parte de los tres mil años de penitencia impuestos a todo lo que huela a europeo por burócratas del talante de Infantino y de Valls. En todo caso, no cuesta mucho imaginar a algunos políticos de la escena catalana aplastados en sus butacas con puestos de sultán.

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