Uno de los grandes exponentes del psicoanálisis, Carl-Gustav Jung, introdujo el concepto de la sombra, aquella parte de la psique que la conciencia rechaza y proyecta sobre un objeto odiado. Muchos de los rencores que sentimos hacia determinadas personas, dice Jung, son proyecciones, fruto de nuestra inmadurez. El progreso psíquico pasa por reconocer que somos portadores del mal que hay en el mundo. Quizás les parecerá una barbaridad, pero la idea defendida por Jung implica que José María Aznar y el ministro Wert forman parte de un escenario psíquico que los catalanes sostenemos con unas dicotomías muy cómodas para nuestra autoimagen, pero que nos hacen prisioneros de una dialéctica intolerable. Superar esta fantasmagoría y progresar hacia la madurez democrática exigiría afrontar la parte que nos corresponde en el afloramiento de esta realidad ingrata y, una vez reconocida en nosotros la raíz del autoritarismo y la irresponsabilidad, dominarla para superar sus efectos incontrolados.
Aznar, Wert, los generales golpistas… Toda la parafernalia del españolismo tiene profundas raíces catalanas, como mostró Francesc Pujols en ‘Historia de la hegemonía catalana en la política española’, un libro paradójico pero digno de consideración. Cataluña ha nutrido, cuando le ha convenido, el colonialismo, la esclavitud, el golpismo y el mismo españolismo. Junto a una España negra, ha habido siempre una Cataluña opaca, invisible e inasumible por el discurso patriótico catalán. No me refiero sólo a la parte abyecta, y como tal amortizada, que lleva el título de botiflers: los Baró de Viver, Eugeni d’Ors, Juan Antonio Samaranch, Albert Boadella y ‘tutti quanti traditori’, sino también a la parte del catalanismo incondicional.
Es cuando el sol está más alto cuando la sombra es más corta. Nunca como ahora, cuando la luz de la decisión nos muestra a todos con toda crudeza, se había manifestado con tanta intensidad la inmadurez catalana. Las conductas son las que son, y resultan particularmente graves cuando condicionan el futuro, que depende de una nítida demostración de voluntad y capacidad democráticas. Esta es la novedad histórica y la prueba a superar, pero parece difícil de conseguir a juzgar por las respuestas inmediatas a los resultados del 25-N. La contrariedad mal disimulada y la ira apenas contenida de algunos sólo se explica por un desfase entre la ilusión de independencia (un factor psicológicamente progresivo) y el respeto por la democracia (la condición objetiva del progreso). Los que afirmaban apopléjicamente que los catalanes nos habíamos disparado un tiro en el pie, nos habíamos suicidado, el país era poco más que un excremento, y cosas de esta calaña, queda claro que habían perdido de vista unos hechos que, pasadas las elecciones, vuelven cada vez más claros. ¿CiU se merecía una confianza ciega y un voto eminentemente personalizado?, ¿con un caso Palau de trasfondo enigmático?, ¿con un consejero de Interior capaz de afrontar la crudeza de los hechos con el mismo cinismo que su homónimo español?, ¿con una acción exterior degradada y depredada por personas indignas de la función pública?, ¿con unos pactos notorios con los verdugos de Cataluña para privatizar las empresas públicas con el pretexto de unos recortes que en otro escenario, entonces posible y ahora obligado, se habrían modulado con más sensibilidad e inteligencia?, ¿y con un gobierno bicéfalo que, si algo ha demostrado, es que Mas sigue siendo rehén de intereses particulares? ¿Era con este panorama, reforzado y encorsetado por una mayoría absoluta, como se pretendía ir a la independencia? ¿Y la democracia donde la dejaban?
Se dirá que esta vez el voto de CiU ha sido en buena medida un voto presidencial, de confianza en primer lugar a Mas y sólo después al partido. Es una tesis plausible. Sin el comportamiento del presidente tras el Once de Septiembre, CiU habría retrocedido aún más. Pero si el voto era presidencial, entonces nada se ha perdido. Al contrario, se ha ganado en democracia y en posibilidades de avanzar hacia el referéndum sin enajenar una población muy tocada por la crisis. Mas será investido con los votos de todos los patriotas y deberá gobernar como presidente de un país que se juega su reconocimiento en el espacio de una legislatura. Podrá, y es una novedad, apoyarse en una oposición constructiva. No es casualidad: ERC es el único partido que ha lucido dentro de la propia sombra y ha renunciado a las proyecciones de un discurso adolescente.
Si Mas es el líder que debía enfrentarse a la araña hinchada por los errores históricos catalanes, empezando por los del propio partido en la pasada legislatura, sabrá aprovechar la mano tendida de otro líder para ganar autonomía respecto del propio partido y convertirse en verdadera estadista. ¿No era éste el milagro anunciado en campaña? Pues está muy cerca, pero requiere la generosidad de todos para arrojar luz sobre nuestra penumbra.