Sobre la falacia del demos único

En el albur del reto secesionista planteado por Catalunya tanto desde la esfera social (con movimientos sociales y apoyo persistente en las encuestas) y política (con un Parlamento y Gobierno de la Generalitat cada vez más inmersos en la Vía Catalana) hay una réplica unionista que no por reiterativa resulta menos estéril: en un hipotético referéndum sobre la independencia de Catalunya deberían votar todos los ciudadanos españoles.

En diversos artículos previos he venido analizando diversos aspectos normativos sobre la justificación de un proceso secesionista, deteniéndome sobre todo a cuestionar la validez del argumento fiscal como legitimador de la secesión. En todos ellos he apuntado en qué condiciones estaría normativamente justificado que un colectivo nacional iniciara ese proceso, así como he defendido que tras la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la reforma del Estatut en 2010 esas condiciones se cumplirían de forma holgada. El argumento planteado, sin ser exhaustivo y reconociendo otras posibles justificaciones, se podría sintetizar en seis puntos clave:

1. Un colectivo nacional (en sentido político) se compone por una lengua, unas instituciones y una historia institucional propia que unos individuos territorialmente delimitados reclaman como propios por vías liberal-democráticas.

2. Reconocer esos colectivos nacionales como tales no es solo cuestión de un abstracto derecho colectivo a existir como pueblo. Eso es cuestionable. El derecho individual a poder vivir en un mundo compuesto de contextos de elección, por el contrario, es un valor intrínseco a la democracia liberal.

3. Una minoría nacional, por su condición de minoría, vive permanentemente expuesta a caer en el ostracismo. Eso no depende únicamente de la voluntad de los individuos que la componen. Prueba de ello son los indicadores que muestran como día tras día la diversidad cultural va decreciendo.

4. La persistencia de un entorno cultural pasa por la posibilidad de ser reconocido como sujeto político. Ello, en la teoría política liberal, implica su institucionalización que en clave nacional supone el Derecho a la Autodeterminación (Carta de las Naciones Unidas).

5. Por lo tanto, toda colectividad nacional, sea minoritaria o mayoritaria, tiene derecho a ser reconocida, es decir, es un deber moral garantizarles el derecho a la autodeterminación. Eso no implica necesariamente constituirse como Estado: un Estado federal, confederal o asimétrico debidamente formado puede reconocer perfectamente su plurinacionalidad interna, es decir, el derecho a la autodeterminación de las naciones que la componen. En todo caso, la existencia del Estado abarcante tampoco es un a priori: depende, entre otras cosas, de su capacidad de reconocer el derecho a la autodeterminación de los colectivos que lo componen.

6. La sentencia del Constitucional sobre el Estatut en el año 2010 hizo visible de forma explícita un déficit que el Estado español venía arrastrando desde su propia constitución: el modelo autonómico y la cultura política que le precede es, ha sido y será incapaz de reconocer -tal y como está planteado- la diversidad nacional del Estado.

7. Esto plantea dos únicas salidas para Catalunya (el caso vasco es diferente tanto por punto de partida como por desarrollo): separarse del Estado por haberse probado incapaz de reconocer a Catalunya como nación o plantear una reforma de la Constitución que hiciera efectivo el reconocimiento.

Siendo este el escenario, parece evidente que la voluntad del partido en el Gobierno no pasa por hacer una reforma de la constitución que materialice ese reconocimiento. Asimismo, el hecho de que ninguno de los partidos de gobierno en democracia haya avanzado en esa dirección, así como la circunstancia de que fuera el propio Tribunal Constitucional el que redujera al mínimo la reforma del Estatut, llevan a pensar que la vía de la reforma es cuanto menos improbable.

Respecto a la primera opción, la legitimidad de Catalunya para iniciar un proceso de secesión estaría justificada como reparación de una circunstancia injusta extendida en el tiempo: la falta de reconocimiento de Catalunya como hecho nacional singular y diferenciado. El mecanismo para iniciar ese proceso sería un referéndum. Siendo así, volvamos al punto inicial: estando justificado un referéndum sobre la independencia de Catalunya, ¿quién sería el demos implicado en esa votación? Desde una perspectiva jurídica positiva, el único demos reconocido por el Estado es el pueblo soberano de España (artículo 2 de la Constitución). Siendo eso cierto, carece de todo fundamento normativo plantearse siquiera que un proceso político que se quiere iniciar para paliar una injusticia previa deba desarrollarse en el marco del propio Estado que a priori ha generado la injusticia. Catalunya, no siendo un demos soberano jurídicamente reconocido, sí que es un demos cuantitativamente determinable: los ciudadanos de la Comunidad Autónoma de Catalunya.

El que un ciudadano de Gernika, Valladolid o, pongamos, Galapagar (Madrid) sienta Catalunya como propio es normativamente irrelevante por tres motivos. En primer lugar, porque el aspecto emotivo pudiendo ser relevante desde muchas ópticas no lo es desde un punto de vista normativo: por más que determinadas medidas del Gobierno central no le agraden a uno en absoluto, no por ello estará legitimado -al menos a priori- a no cumplirlas. Del mismo modo que Catalunya no estará legitimada a separarse de España porque sus ciudadanos no se sientan españoles a título individual. Del mismo modo que un ciudadano de la Comunidad Autónoma de Valencia o de Baleares no estaría legitimado a votar a favor de la independencia de Catalunya por muy catalán que se sintiera. La preferencia personal podrá contar como motivación personal a la hora de ejercer el voto en uno u otro sentido, pero no como justificación normativa para determinar el demos. En segundo lugar, porque las preferencias personales tienen un cauce determinado en democracia: la política. Si un ciudadano español prefiere que Catalunya siga formando parte del Estado tendrá que ejercer la acción política para que así sea. Si con ello consiguen que los partidos estatales cambien su postura respecto a la concepción del Estado, reconociendo así a Catalunya como singularidad nacional, entonces dejarán sin fundamentación normativa la apuesta secesionista. Sin embargo, no parece que muchos que ahora dicen sentir a Catalunya como propia entiendan esa misma singularidad nacional de Catalunya, ni la hayan defendido políticamente durante las tres últimas décadas. En tercer y último lugar, la propia jurisprudencia referida a procesos de secesión en democracias liberales -en la que destacan los casos de Quebec o Escocia, como referentes más cercanos- establece que la votación se ejercerá por el demos propio de la minoría nacional.

En definitiva, más bien pareciera que esa postura (sentimental o argumentativa) fuese una mera reacción para mantener la unidad de lo que consideran la nación española, aquella en la que la diversidad y el reconocimiento de esa misma diversidad brillan por su ausencia. El cantautor vasco Mikel Laboa decía “si le corto las alas/ será mío/ no huirá/ pero entonces no será pájaro/ y yo quería al pájaro”. Si los españoles realmente quieren seguir formando parte de un Estado que sea capaz de abarcar la diversidad nacional que lo compone, es decir, que incluya a la nación catalana en su seno, deberán presionar a sus respectivos representantes políticos (y, por qué no, jurídicos) para que reconozcan la singularidad de Catalunya. Mientras tanto, Catalunya será quien deba votar cómo quiere superar la situación de injusticia generada desde el Estado. Porque, tras tres décadas de fracaso autonómico, cortarle las alas ya no es una opción. Solo queda el reconocimiento. Y, lamentablemente, parece que ya es demasiado tarde.

Ander Errasti López
Noticias de Gipuzkoa