Últimamente se han oído voces de indignación por el hecho de que algunos medios de comunicación de aquí dedican más tiempo y lugares relevantes a hechos fuera del propio espacio catalán de comunicación que se pueden considerar secundarios, que a los que pertenecen de manera más directa y que por ello serían más relevantes. Dos casos de la semana pasada: la absolución de Tamara Carrasco -con tratamientos diferenciados cuando fue detenida allí y absuelta aquí- o la indiferencia ante la rueda de prensa de los últimos tres presidentes de la Generalitat en Perpinyà comparada con la crónica del enésimo pique entre gobiernos en Madrid por Covid-19. Se trata de un viejo debate sobre el grado de dependencia comunicativa tanto en relación a sesgos ideológicos o políticos como, en este caso, de carácter nacional.
Esta dependencia alcanza a todas las rutinas comunicativas, como el recurso a analistas de fuera del propio territorio de referencia del medio pero que, significativamente, nunca traspasan las fronteras del Estado del que se es cautivo mentalmente. Pongamos el ejemplo del Covid-19: ¿cuántos dirigentes políticos o epidemiólogos expertos franceses, ingleses, escoceses o suecos se han podido escuchar en relación con todos los españoles que han sido invitados a nuestros medios? Un hecho extensivo tanto a la información como a la opinión y, claro, al entretenimiento y al humor. Y es que la comunicación sí entiende de territorios, y los consolida y deshace incluso. No sólo porque los medios tienen un alcance territorial de difusión que define un nosotros y un aquí, sino porque ellos mismos, por exclusión, indican los límites o los desdibujan.
Hay varias maneras de observar hasta dónde llega la capacidad del Estado de colonizar sus territorios. Son procesos complejos poco transparentes que se mueven en un plano no consciente y que no siempre son producto de una acción calculada sino resultado de la misma dominación objetiva de la colonia por parte de su metrópoli. Podríamos hablar de los mecanismos de la violencia simbólica, tan bien estudiados por Pierre Bourdieu, como también, en el caso concreto de la comunicación, de la llamada ‘agenda setting’, con la que Maxwell McCombs mostró la capacidad de los medios para fabricar opinión pública decidiendo qué es relevante y qué secundario, es decir, influyendo no tanto sobre cómo se debe pensar como sobre qué pensar.
Para los catalanes, en particular, la dimensión sociolingüística de la dominación colonial es fundamental, tanto por la fuerte presión lingüicidia de un Estado alérgico a la diversidad, como por la capacidad histórica de resistir al mismo. También es determinante la estructura territorial de los poderes políticos, económicos o culturales y académicos. ¿Qué da más recursos públicos a un partido político catalán: doce diputados en el Parlamento de Cataluña o dos en el Congreso de Diputados? ¿Y hay que recordar las razones de la deslocalización de empresas a la capital del Estado para estar más cerca de donde se toman las grandes decisiones? ¿O cuáles no deben ser las elecciones temáticas y la lengua de investigación de un profesor universitario cuando inicia su carrera y sabe que sus méritos serán juzgados por un tribunal con catedráticos españoles, con muchas probabilidades de que sean tan grandes científicos como indiscutibles patriotas? Y más: ¿a qué sueldo puede aspirar un comunicador en un medio catalán y en uno español?
Todo ello explica la dinámica de descentramiento espacial al que se traslada el eje de referencia fuera de su propio centro y, como en mecánica, produce un movimiento excéntrico, oscilante e irreversible. La pregunta es si el actual clima de represión en que vivimos desde la aplicación del artículo 155 ha acentuado dramáticamente esta excentricidad que ya estaba implícita en el mismo autonomismo. Una excentricidad que, quizá con efectos transitorios o definitivos, crea un pseudoentorno -como diría Walter Lippmann-, altamente españolizado y españolizador. Se puede investigar, pero de entrada la hipótesis es que sí.
ARA