A Horacio González
A raíz de la foto del niño sirio que el mar expulsó a la costa turca y sirvió para que el mundo tomara conciencia de la historia de muerte que el siglo XXI está escribiendo, o para que esa historia fuera visible para todos, inocultable, Horacio González escribió ayer, en este diario, un texto sobre la necesidad de recuperar los valores de la vida, de una y de todas, y así volver a pensar el humanismo. Este texto se inspira en el suyo. Tenemos, hoy, en Suramérica, una tarea filosófica urgente. Volver a pensar acerca de la necesariedad del sujeto, del humanismo y de la praxis. Con ese motivo, estas líneas.
Hay ser porque el hombre se pregunta por el ser. ¿Qué otro ente intramundano podría hacerlo? Si sacamos al hombre del mundo, ¿qué queda? Un ser del que nadie se hará cargo. Quedan los animales y las piedras. No hay lenguaje, no hay semiología, no hay textos, no hay ontología del presente, no hay despresencia en la presencia, no hay acontecimientos. Sólo hay un ser in-preguntado. Y ni siquiera hay quién pregunte por qué nadie se pregunta por el ser. No hay significantes. No hay sentido.
¿Qué es el humanismo? El simple hecho de que el mundo está habitado por el hombre. Ese hombre pregunta y se pregunta. Ese hombre es humano e inhumano, dos categorías tan comprometidas entre sí, tan entremezcladas que no pueden disociarse. Ese hombre trae el sentido. Crea y fundamenta todo lo que luego lo creará a él, condicionándolo. La alienación. El hombre es sólo fundamento de su mundo. ¿Sujeto constituyente? Claro que sí: de sí mismo y del mundo que crea. Crea a Dios. Y luego lo reencuentra en todas partes. Dios, en la historia de la filosofía, es el cogito en Descartes, la sustancia en Spinoza, el sujeto trascendental en Kant, la sustancia-sujeto en Hegel, la materia designada como proletariado redentor en Marx, la voluntad de poder en Nietzsche (o el superhombre: Übermensch), el inconsciente en Freud (si alguna vez alguien llegara a saber a qué se referían Freud y su reformulador Lacan con esto), el Ser en Heidegger (¡por supuesto! en nadie es más clara la cuestión), el ente antropológico en Sartre, la estructura en Althusser, el poder en Foucault, el texto en Derrida.
De todo esto, a mí, pensador argentino, situado, habitante de la ontología de la pobreza, del hambre y de la injusticia social, ¿qué me interesa de modo primero? Una praxis humanista contra el humanismo de la modernidad. La rebelión contra la modernidad es parte de ella. El sujeto de mi praxis necesita ser libre para actuar. Si advierte que tiene que rebelarse ahí empieza su libertad, su conciencia crítica. La primera certeza del sujeto crítico es que el humanismo del dominador es inhumano con él. Le responderá con su odio. Si lo derrota, se adueñará del poder. Posiblemente surja su inhumanidad (si ya no surgió en la lucha). Pero la historia es eso. Es lo que dice la vieja palabra griega agon: enfrentamiento, conflicto, antagonismo. El escenario histórico no es el de las diferencias que semejan un cielo estrellado, en que cada estrella ilumina a otra y todas expresan una armonía, un respeto por las diferencias que constituye un universo en que cada una de ellas surge en tanto diversidad enriquecedora. No, el escenario histórico es el de los campos antagónicos diferenciados. La diferencia es agon. El agon puede superarse por el diálogo, los acuerdos, los tratados de paz. Pero se trata de un momento subalterno, no fundante. Lo fundante es el agon.
En suma, el humanismo es lo que hace el hombre. Sin el hombre no habría sentido ni pregunta por el ser ni poder relacionante entre las cosas. Pero este hombre –el de la modernidad– ha hecho una historia catastrófica, como dice Benjamin y bien. También la había hecho el hombre anterior al surgimiento de la subjetividad. El capitalismo se define por lo fáctico (siglo XV) y la centralidad subjetiva (Descartes). Las luchas contra el capitalismo también. Esas luchas son parte de la modernidad en tanto sometimiento a sus conquistas. Los territorios que el conquistador europeo hizo suyos, han –incluso– posibilitado el despegue de la modernidad. Somos en tanto expoliados. Pertenecemos a la modernidad en tanto víctimas del saqueo colonial y neo-colonial. El sujeto cartesiano nunca ha sido nuestro. Hemos sido parte de su surgimiento en condición de víctimas. Los países que han padecido el colonialismo son las víctimas del sujeto cartesiano. Si el hombre europeo pasa del estado de apertura al ser al de amo de lo ente, en ese pasaje se decide el destino de los países subalternos. El amo de lo ente (que es el sujeto capitalista occidental) se arroja a la conquista de lo ente des-oyendo la voz el ser. El ser (según Heidegger) se retira. Algo que –para nosotros– no tiene importancia alguna. Somos la periferia, lo lateral y subalterno de esa Europa que habla en griego y en alemán para expresar cuestiones en las que jamás nos tuvo en cuenta. Hemos sido entes. Hemos sido, no pastores del ser, sino seres despojados, rapiñados, saqueados por los amos de lo ente. Nuestro humanismo será una conquista heroica pues deberá partir de menoscero. De lo que Europa hizo y nos llevó a creer de nosotros. Que éramos bárbaros, seres ajenos a la cultura. No creo que Heidegger haya pensado jamás en nuestro mundo de entes subalternos. No formamos parte de la historia del ser. El ser nace en Grecia, entre los presocráticos, y culmina en la centralidad de Occidente, Alemania. Nuestro humanismo, por nacer en la tierra de los humillados y ofendidos, será eso, humanismo, pero no será mejor que el otro, que el de los opresores. Todo humanismo es, a la vez, en el mismo surgimiento, inhumanismo. La justicia estará siempre del lado de los sometidos. Pero aún los sometidos llevan en sí lo inhumano conviviendo con su humanidad. Una cosa es una rebelión social justa. Otra es la ontología del hombre. Ontológicamente el humanismo que proponemos es también inhumano. Es la condición del ser humano. Es su ser.
En suma, el humanismo es todo lo que hace el hombre. Y todo lo que lo hace a él. El humanismo no es el “genio bueno” de nada. El humanismo es en sí inhumanismo. Si hay un Dios no lo podemos saber. Sería una petulancia afirmar que no lo hay. El ateísmo es otra forma de teísmo. Si no creo en algo estoy afirmando que ese “algo” existe, aunque yo no crea en él. Nada sé ni puedo saber de Dios.
Algo puedo saber del ente antropológico. Por de pronto que –el día en que desaparezca– quedará la naturaleza, el estruendo y no el sentido. Es por el hombre que un sentido le adviene a las cosas. Esto no lo diviniza porque se trata de un ente condenado a desaparecer y que durante millones de años estuvo ausente. Es radicalmente finito. No tiene ninguno de los atributos de Dios. Apenas si construye un “mundo” que cada vez controla menos. Que –cada vez más– lo controla a él. Porque cuando hablamos del “hombre”, no hablamos de “el Hombre”. No hablamos de un universal. No hay humanitas. Hay hombres y hombres. Son todos distintos. Todos, entre sí, establecen diferencias. Cada uno es diferencia del otro. Cada uno –es cierto– es des-presencia en la presencia del Otro. Esa des-presencia es negación, es conflicto, antagonismo. Después, en el mundo que habita el hombre, están los medios de comunicación, el poder nuclear y el arte. Los medios lo controlan. El poder nuclear acaso lo destruya. Y el arte se ha transformado en pura mercancía.
Si el humanismo inhumano del imperio gana otra vez (y sigue ganando), si ya no creo en la posible creación de un mundo histórico en que sea derrotado y superado por una forma social más justa, si ni siquiera –por los fracasos terribles de los intentos por hacerlo, que sólo han consolidado mundos cruentos y crueles, a menudo superiores a su crueldad– soy capaz de imaginar cómo sería ese mundo en que se respetarán la vida y los derechos de los seres humanos, ¿que me resta por hacer? Hay que luchar contra la brutalidad de los poderosos. Conseguir que todo sea menos brutal. Incomodarlos. Hacerles saber que sí, que acaso ganen otra vez, pero que no nos engañan. No luchan por nada trascendente. Ni por la libertad, ni por la democracia, menos aún por los derechos humanos. Mienten. Luchan por la buena salud de sus billeteras. Por el dinero y por el poder, aliados eternos. Pueden ser buenos y democratizarlo todo. Pueden aceptar críticas. Son democráticos y las escuchan. Que las mujeres sigan su camino de libertad. Serán, ellos, entusiastas feministas. Que se casen los gay y las lesbianas. Irán a sus bodas. Que los ecologistas defiendan el planeta que ellos necesitan destruir. No importa: son democráticos. Que aquéllos libremente lo defiendan. Ellos, libremente, seguirán devastándolo. Hay una sola cosa que no democratizarán jamás: la riqueza. Democratizar la riqueza es algo que los líderes de las potencias occidentales jamás harán. Tampoco quieren compartirla, de aquí la furia contra los ilegal aliens (inmigrantes indeseados). Si eso hicieran no serían lo que son. Los dueños del mundo. Los que pueden declarar guerras, invadir países, matar y torturar. Esa es su esencial brutalidad, su brutalidad constitutiva. Cada paso que demos contra ella será un triunfo. Cada pequeña dificultad que le opongamos. Cada lugar donde no los dejemos entrar. Cada vida que salvemos. Cada una de estas cosas será un triunfo. Un pequeño “palacio de invierno” que no esconde a Stalin en sus entrañas. Porque no tomaremos el poder y Stalin es fruto del poder. ¿Qué poder podríamos tomar? En este mundo globalizado, en este mundo sometido al espionaje del Big Brother Panóptico, no hay Palacio de Invierno. No está en ninguna parte. El poder, en cambio, está en todas. Que cada vez esté en menos será el objetivo de nuestros pequeños-inmensos triunfos. De nuestros pequeños-inmensos sueños.
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* Crisis del humanismo
Horacio González
Los recientes acontecimientos bélicos en distintos lugares del mundo llevaron a que miles de ciudadanos provenientes de los países en guerra golpeen infructuosamente los murallones de una Europa ensimismada. Hace tiempo que nos asombraban las declaraciones de los políticos más importantes de los países europeos, mostrando una rara insensibilidad, incluso en países que cultivan o cultivaron memorias reparatorias de otros momentos de horror que ellos mismos tuvieron que atravesar. ¿Debemos olvidar definitivamente que es la Europa que recorrió su época moderna con diversas nociones de humanismo y derechos humanos? La noción de humanismo, con tanto sabor renacentista, se expresó en numerosos y diversos pensamientos con Descartes, Kant y Sartre. ¿Pero ahora, ésta es la Europa que con Husserl interpretó su crisis científica como una crisis de pensamientos que no atendían suficientemente los “mundos de vida”? ¿Ya debemos entonces abandonar un legado como éste, que junto a tantos otros, determinó las obras de Heidegger, Sartre, MerleauPonty y Habermas?
No sobran hoy en Europa las voces que recojan un hondo clamor, el de las poblaciones de Africa y Medio Oriente, como si se hubiera cumplido por entero el veredicto que anunciaba el fin de la experiencia creadora bajo el peso aplastante de lo que se llamó cosificación. Con esta última expresión siempre se aludió al modo en que las prácticas humanas se cerraban frente a una sustracción de la raíz moral de la acción libre, paralizadas por rutinas de producción, consumo y lenguaje que saqueaban el horizonte de eventos que constituyen la singularidad de cada vida. Los Estados europeos se tornaron cada vez más clientelistas de las hipótesis de control, convirtiendo la clausura de fronteras en una acción que poco a poco se ha transformado en un modelo completo de gobierno, una obstrucción que inaugura un sujeto confiscado por una forma dispersiva del flujo de informaciones, pero engarzado en formas comunitarias canceladas, que inauguran un estilo global regimentador de empleos, pulsiones y cuotas inmigratorias. Estas son necesarias para un nuevo servilismo laboral y a la vez vigiladas con nuevas tecnologías de inspección. El Estado yace en su frontera embotada, allí el hombre es el lobo del hombre.
En simultaneidad con estas políticas de asfixia del flujo plural de vidas, sucedió el estallido de los grandes caparazones políticos que aun recogían los vibrantes legados de principios de siglo veinte y la segunda mitad del siglo diecinueve. En Grecia llegaron a ahogar la incipiente experiencia de una izquierda democrática soberanista en nombre de lo que un célebre alemán llamó la “jaula de hierro”, pero para denominar la forma en que se ponía fin a la última llama de eticidad y justicia que una sociedad nunca debería resignar. En Francia, el surgimiento de una derecha que se desprendió módicamente de su festejo del Holocausto, pero que se jacta de ser la heredera de los que condenaron a Dreyfuss, renace con fuerza y votos de los que antes se llamaban orgullosamente proletarios. Quizás no hay indiferencia en su otrora vibrante clase intelectual, pero algo ha ocurrido para que reaccione lentamente. Fallecidos Barthes, Blanchot, Derrida, Foucault, que habían protagonizado el gran giro discursivo de la filosofía francesa, son apenas titilantes los pensamientos capaces de asombrar tanto por su finura, la calidad de su escritura y la posibilidad de conmover la potencia colectiva de un rechazo al estado de las cosas. ¿Hay responsabilidad en haber abandonado el “compromiso” de Sartre en el largo rastro que dejó la adusta “Carta sobre el humanismo” de Heidegger? Esa magnífica carta tiene algo de injusta al desdeñar una filosofía humanismo que veía demasiado apegada a la lógica de lo que hoy llamamos “medios de comunicación” –he allí un gran tema–, pero todos los que durante décadas leímos a los fecundos y admirables maestros del nuevo lenguaje filosófico –el de Las palabras y las cosas de Foucault, el de Espectros de Marx, de Derrida–, tenemos que confesar que si deberemos seguir admirando la estetización del lenguaje, ahora será preciso confrontarlo con una foto, pero no para declarar el triunfo final de la “imagen”, sino para descubrir también qué tiene la foto en su peculiar “lenguaje”, que nos llama también a revisar procedimientos de la conciencia política colectiva, así como ella también –en tanto foto– es un procedimiento de la “conciencia” de aquellos medios de comunicación.
Una foto no es un texto, pero está sostenida por una urdimbre de textos invisibles, de una lengua interior que son sus pilares ocultos. La foto es decisionista, y la foto de niño sirio muerto en la playa no es necesariamente la imagen que sustituye la desidia para tomar cuenta del desastre humano que acontecía ante nuestros ojos, sino que es, antes que aparezca crudamente la conciencia directa de la catástrofe, un sistema de decisiones que los medios de comunicación discuten diariamente. Esta vez, la propia fotógrafa tuvo que decidir si obtenía el registro icónico de la imagen en vez de ayudar, y creyó que no vulneraba su condición de “simplemente humana” obturando el disparador de la cámara, pues el niño ya estaba muerto. No podía ayudarlo entonces. Esta opción de un humanismo complejo y crítico es el ingrediente moral de la percepción trágica de la historia. En la redacción del diario, hay otras imágenes que son metaimágenes. Se los muestra a los periodistas decidiendo si publican o no esa imagen. Es una imagen, pues, sostenida en decisiones y metodologías mundiales de los medios de comunicación, habituales cuando se realizan lo que llamamos “operaciones periodísticas”, es decir, recortes específicos que reclaman para sí toda la universalidad del “horizonte global de eventos”. Casi todos los diarios del mundo, también los de Argentina, editorializaron sobre “si publicarla o no publicarla”.
En esas discusiones hay algo decisivo. Personalmente, festejo esta decisión de publicar aun sabiendo la trama de dificultades morales inherentes a ella y admitiendo que es la misma metodología con la que realizan a diario los fuertes impulsos comunicacionales dirigidos a configurar y moldear a los colectivos humanos. Pero en este caso, la “operación” implicaba una tácita discusión filosófica sobre el orden político y ético de la humanidad. Ineluctable e ingratamente sorprendente, con el mismo proceder de lo que serían vulgares operaciones de recorte y fragmentación de la realidad, se tomó la decisión de dar a conocer la foto y dar a conocer que también se discutió sobre la propia decisión. Al ponerse una imagen de una tragedia real –apenas un punto infinito del enjambre de hechos iguales a éste que suceden a diario–, implícitamente se devuelve una facultad espiritual que parecía perdida. No obstante, la súbita globalización de los buenos sentimientos es una materia prima suficientemente empleada para que no se agote en sí misma bajo la noción de “primicia”, fácilmente recostada en su tremenda obviedad emotiva. Por eso, junto al sorpresivo poder de una imagen que ocupó la fisura que delataba cómo se había ausentado del mundo –del viejo continente– el espíritu de “communitas” sobre el que tanto giró la política en las últimas décadas, es necesario refundar el humanismo filosóficopolítico. Un humanismo que recree la relación imagen-pensamiento sin abandonar el sentimiento primario de angustia para la acción a la que nos invita esa foto en su inmediatez. Solo luchando con nosotros mismos, podemos representarla en nuestra conciencia crítica en su dramática y última verdad.
Es claro que hay que detener una guerra, cuyos ecos llegan confusos hasta aquí, con una carga de destrucción nueva. Para comprenderla y criticarla con efectiva contundencia, hay que situarse al nivel de la humanidad, e incluso las políticas nacionales de nuestros países, con lo complejas que ya son de por sí, ellas también deben situarse en ese nivel, que es el que las coloca en condiciones de reprobar las matanzas, sean genéricas o específicas, el terrorismo “político-teológico” y la destrucción de tesoros de la historia del hombre, porque también conocemos el camino en el cual, el golpe de lo singular en su drámatica sordidez, el niño que trajo el mar sobre la playa muerto, nos lleva por las inferencias adecuadas del sentimiento y la razón, a acusar a una turbia esfera política mundial de nuestro presente. Es nuestra desmedida actualidad que exige, en principio, reaccionar a contrapelo, haciendo “inactual al presente”. Impidiendo en nosotros mismos, rebuscando en legados que en todos nuestros países existen, para combatir el movimiento de un abstracto poder financiero que se pone como concreto modelo del antihumanismo, y del antihumanismo simétricamente opuesto pero complementario, que lo ataca con violencias mesiánicas que en demasiados casos obedecen al espeso mecanismo de “lo mismo, lo otro”. Esta consigna, literariamente fascinante, no lo es en la política mundial. En medio de la crisis del humanismo, este juego de espejos pone todo al borde de un desastre planetario, que sin embargo, nunca alcanzará la totalidad del mal, del mismo modo que nunca una totalidad se consuma. Las palabras de una imagen, si lo podemos decir así, brotadas del mismo sistema productivo de signos que lo humano derrama por todas partes, tocaron inesperadamente nuestras espaldas.