¿Cómo se comportarían los españoles en el seno de un hipotético Estado navarro, catalán o portugués? ¿Asumirían dócilmente su subordinación a las decisiones de Iruña, Barcelona o Lisboa? ¿Aceptarían con naturalidad que la voluntad expresada por su Parlamento estuviese sometida a la voluntad de un Parlamento “superior”? ¿Tendrían partidos independentistas? ¿Considerarían legítima la lucha armada para lograr la recuperación de sus libertades? Son preguntas complejas, ciertamente, pero convendría que en España alguien hiciese el sano ejercicio de formulárselas. La observación objetiva del otro es un magnífico antídoto contra el absolutismo y la cerrazón. Para profundizar en estas y otras muchas cuestiones recomiendo encarecidamente el libro Soberanía o subordinación (Pamiela, 2005), de Tomás Urzainqui. “Una sociedad democrática precisa de un Estado soberano propio”, nos dice, “Para que el Estado sea libre es necesario que la ciudadanía sea libre. Para que la sociedad civil sea libre y democrática es preciso que su sistema jurídico sea libre y soberano. No hay democracia sin sociedad soberana”. Este razonamiento es una constante a lo largo del libro porque es en la comprensión de ese pequeño detalle, como si de un principio matemático se tratara, donde se halla la clave de todo. También nos dice que difícilmente puede ejercer sus derechos aquel que no es consciente de su existencia o aquel que no percibe los trágicos efectos de la minorización a que le somete un tercero.
Éste es un circulo vicioso muy peligroso para un pueblo, ya que es justo el desconocimiento de la subordinación en la que vive lo que le subordina indefinidamente. De ahí que en el caso vasco mucha gente atribuya el malestar que siente al ver constreñida su libertad a estas tres variantes: a una lectura “poco generosa” de la Constitución, al “recio españolismo” de algunos políticos o a su propia dificultad para explicarse. Esa es la razón por la cual el kilómetro cero de las reivindicaciones de esas personas se halla siempre dentro del marco carcelario español. Es decir, aceptando la división provincial como algo propio, interiorizando las competencias de autogobierno como una “cesión” española y soñando con algo inexistente como la cosoberanía. Se trata, por lo tanto, de planteamientos políticos más próximos a la justificación que a la reivindicación. Tal es el caso del llamado Proyecto de reforma del Estatuto político de la Comunidad de Euskadi en cuyo preámbulo leemos que “El pueblo vasco o Euskal Herria es uno de los pueblos más antiguos de Europa”. Esa sola apelación a la “antigüedad” como argumento de “derecho” ya es una demostración de enfermiza debilidad, puesto que no exige la restitución absoluta de unos derechos nacionales arrebatados por la fuerza sino que se conforma con una mejora de sus actuales condiciones de vida en virtud del respeto que siempre debe inspirar toda edad avanzada.
Urzainqui nos recuerda que una nación que se precie no se comporta como una corporación o una asociación cuyas reglas emanan de unos estatutos. Una autentica nación se rige por su propia Constitución. Es el restablecimiento de su sistema jurídico pleno lo que debe plantearse el pueblo vasco, aquel por el cual se regía el Estado europeo de Navarra antes de que España y Francia lo violentasen. Todo lo que se aparte de ese camino no pasará de ser una prolongación atenuada de la sumisión vasca al poder hegemónico de sus vecinos. Por eso me ha parecido muy brillante el razonamiento que hace Urzainqui en torno alguien que goza de muy buena prensa tanto en Euskal Herria como en Cataluña. Me refiero a Herrero de Miñón. Qué duda cabe que sus aportaciones están a años luz del tradicional pensamiento absolutista español -prueba de ello es la marginación que padece-, sin embargo su visión hispanocéntrica de la realidad le lleva a ser más fiel a España que a la democracia. Esto es lo que nos dice Urzainqui: “considera [Herrero de Miñón] la redacción de la vigente Constitución española, como la decisión a favor de una Gran Nación, tan grande como para contener, sin destruirla, una pluralidad de nacionalidades y regiones capaces de autogobierno. […] Herrero de Miñón propone como alternativa a la autodeterminación, la Adicional Primera de la Constitución española sobre “los derechos históricos”, que en la práctica no es más que un subterfugio legal para mantener de forma permanente la relación desigual entre dominantes y dominados”.
Exquisita me parece la agudeza de Urzainqui cuando desarrolla estos otros tres puntos: el negacionismo español, el conformismo vasco y la trampa semántica que encierra el término “construir la nación”. En torno al primero nos dice que el objetivo real de quienes afirman que la soberanía vasca está subordinada a la soberanía española “es negar por todos los medios la existencia de una sociedad diferente a las de los Estados español y francés, e impedir que se respeten los derechos democráticos”. Al conformismo vasco le advierte que “la soberanía tiene que ir desarrollándose de forma permanente: cultivando, difundiendo y educando en la cultura de la independencia, sin esperar al día de la resurrección. En cuanto al concepto de “construir la nación” nos recuerda que “supone en la práctica justificar el proceso de sometimiento que padecemos. Construcción y liberación son conceptos antitéticos, porque no se puede liberar lo que no está construido, ni se puede construir lo que no está liberado”.
Un libro muy recomendable, tanto para los que trabajan por la recuperación de la soberanía vasca como para los que lo hacen en su contra. Los primeros reforzarán sus convicciones, los segundos deberán entender que las competencias políticas de que disfruta hoy el pueblo vasco no son frutos caídos del árbol constitucional que España plantó en 1978 sino residuos de una imprescriptible plenitud soberana anterior.