Nadie discutirá que en esta Europa occidental nuestra, a lo largo de los últimos sesenta años, los atributos más clásicos de la soberanía de los Estados, que antes eran intocables, se han desvanecido progresivamente. Uno era la posesión de una moneda propia que se podía emitir con mayor o menor abundancia, y que subía y bajaba según las circunstancias o las decisiones de los Estados. Se acabó para los quince países del euro. Otro era el cierre de las fronteras, raya sagrada que no se traspasaba sin permiso del Estado, con barreras, control de pasaportes, aduana y todo lo demás. Ahora, o al menos hasta ahora, las podemos cruzar sin detenernos. En cuanto al atributo de las relaciones exteriores, no hace falta decir que la libertad (soberana) de acción de los Estados queda a menudo condicionada por las políticas conjuntas de la Unión. Pues también la “soberanía de relaciones” se ha quedado en poco. Y el atributo más espectacular, el poder militar, los Estados europeos tiene cada vez un papel más secundario, excepto en el terreno representativo (hacer exhibiciones, desfiles y cosas así), y en general sólo se aplica en misiones exteriores: no exteriores en un país europeo y contra otro, sino exteriores a la Unión Europea. Algo nunca visto antes, impensable hace poco más de medio siglo. En cambio, ningún Estado europeo está dispuesto a dejar de hacer la propia política cultural, la propia política lingüística y la propia gestión de los elementos simbólicos, ya sean fechas y conmemoraciones como personajes históricos, del arte o de la literatura: de todas las figuras, en fin, que se proyectan como emblema y representación del espacio nacional, adentro y afuera… a ello, ningún Estado puede ni quiere renunciar. En realidad, durante los últimos años se ha intensificado la acción de los Estados en las dimensiones que antes eran accidentales o secundarias. Porque “antes”, lo fundamental y primordial era el hecho de que un Estado pudiera tomar con perfecta independencia todas las propias decisiones, pero resulta que, hoy en día, las decisiones de un Estado de la Unión Europea, en términos de política económica, de política exterior, e incluso de acción militar, están sometidas a unos condicionamientos superiores. Y en el caso de la moneda, dentro del espacio del euro la “soberanía nacional” ha dejado de existir.
Aquello en que los estados siguen siendo absolutamente soberanos es en la política cultural y lingüística y en la política de símbolos considerados nacionales. Como el Estado español que, a través sobre todo del Instituto Cervantes, nave insignia de la flota, actúa con mucho más vigor que hace treinta años en la política de expansión de su lengua y cultura. Y Francia dedica esfuerzos infinitos y millones incontables para el mantenimiento del prestigio y de la difusión de la cultura francesa. Si tantos países plantean la batalla en este terreno, ¿por qué nosotros no debemos hacerlo? ¿Por qué Cataluña (por no hablar del País Valenciano, perfectamente miserable en esta materia) no aplica todos los recursos posibles para promover una política cultural, simbólica y lingüística infinitamente más activa y contundente? Parece como si las balanzas fiscales y otros factores para un estilo fueran el fundamento más profundo de la afirmación de una existencia nacional. Pero el futuro del país, la consistencia y pervivencia como país , no dependen de si la Generalitat de aquí o de allá negocian unos millones de euros más o menos para una nueva financiación. Cosa que es justa por completo y necesaria, pero se puede caer en una trampa que es producto de un error de planteamiento conceptual: el error de dar un significado (teórico) que no tiene al tema (práctico) fiscal y económico. Porque los intereses presupuestarios o fiscales y la solidez nacional son, como conceptos, dos cosas diferentes. Y la primera no conduce infaliblemente a la segunda: en los años 80 y 90, cuando España crecía en riqueza y recursos, a Portugal quizás le habría convenido formar parte de su país vecino. Pero a los portugueses no les pasó por la cabeza que el sentido de la existencia, y el presente y el futuro de la nación portuguesa, dependieran de la renta o de los recursos fiscales, que habrían aumentado muchísimo si Portugal se hubiera convertido en una comunidad autónoma española. Pero, justamente, ellos no querrían ser nunca una comunidad autónoma de España. Ellos son otra cosa, y quieren seguir siendo lo que son. Y nosotros, a menudo, parece que no sabemos qué cosa queremos ser. Si lo supiéramos, hablaríamos más de cultura, de símbolos y de lengua, quizá tanto como de dinero y de balanzas fiscales. Proclamaríamos la independencia cultural, mientras esperamos que llegue (al menos) la financiera.