Por mucho que pueda incomodar a la conciencia actual, el pasado es incorregible, insustituible, no hay manera de cambiarlo. Y de sus cadenas y fantasmas solo cabe emanciparse con las herramientas del conocimiento histórico y el pensamiento crítico, desde la distancia y el querer entender.
Esa es la tesis del provocador ensayo de Daniel Rico, profesor de Historia del Arte en la UAB, en el que se argumenta una posición contraria a la propugnada en la ley de Memoria Democrática del 2022, que dispone la eliminación de los monumentos franquistas (mayores –con la paradójica excepción del Valle de Cuelgamuros– y menores, como las placas con el yugo y las flechas del Instituto Nacional de la Vivienda). Entre la conservación acrítica de un patrimonio monumental incómodo, con lo que eso puede tener de humillante para la sensibilidad contemporánea, y la iconoclastia radical que propugna su supresión del espacio público en una especie de tabula rasa histórica, el autor sugiere una tercera vía: resignificarlo, intervenirlo y explicarlo.
El razonamiento de Rico no implica la menor neutralidad ideológica ante los vestigios de un pasado sucio, sino una toma de partido ilustrada y democrática que busca sus antecedentes en las actas de la Convención que siguió a la Revolución Francesa, cuando ante los excesos radicales se alzaron voces sosteniendo que la conservación de los vestigios monumentales del absolutismo no equivalía a ratificar sus valores celebrativos primigenios, sino exactamente lo contrario: venía a confirmar su destrucción.
Ocultarlos no va a cambiar las cosas, porque es absolutamente imposible hacer que lo que ha sido no haya existido. Por mucho que se retire el obelisco de la Diagonal, Franco entró victorioso en Barcelona en 1939; y, por mucho que se oculte su estatua en algún oscuro depósito municipal, Antonio López López, primer Marqués de Comillas, senador vitalicio y negrero, forma parte del pasado de la ciudad. Es más, posiblemente sin la estatua de López se dificulta el debate sobre la aberración esclavista en Cataluña y se empobrece decisivamente el debate ciudadano y la cultura democrática.
Para evitarlo, nada mejor que la resignificación de ese patrimonio inhóspito, porque el “monumento del error” no se resuelve con su derribo, sino transformándolo en “monumento de instrucción”, por su innegable valor histórico, independientemente de su valor artístico. El valor artístico, por ejemplo, del Valle de los Caídos es relativo, materia para historiadores, pero su valor histórico y pedagógico es innegable en tanto que el mausoleo más grande hecho en Occidente a un dictador.
Del mismo modo, en la inscripción en una catedral del “Presente” a José Antonio Primo de Rivera no puede verse una exaltación actual del personaje sino una reliquia histórica que convenientemente panelizada documenta y hace pública y patente a los ojos de la ciudadanía adulta la bendición de la Cruzada por parte de la jerarquía católica. Destruir ese letrero obsoleto en lugar de dotarlo de explicación y contenido desde la perspectiva del sistema de valores democrático no significa en modo alguno “dignificar la memoria de los vencidos”, sino lavar la ignominia de los vencedores.
No se trata de un debate exclusivamente español. Muchos empezaron a lidiar con él poco después de la derrota de 1945; otros, tras la caída de los regímenes comunistas en el Este de Europa. Pero, como dice Rico, cada vez habrá más patrimonios incómodos con las políticas de identidad y las reivindicaciones legítimas de las minorías y los perdedores de la historia. Por eso el patrimonio, convenientemente significado es una oportunidad de oro para promover la conciencia ética, crítica e histórica. Un ensayo excelente, en la línea de ‘Prisioneros de la Historia’ de Keith Lowe y ‘Guaridas de Lobo’ de Xosé Manuel Núñez Seixas.
Daniel Rico
¿Quién teme a Francisco Franco?
Memoria, patrimonio, democracia
Anagrama. 160 páginas. 11,90 euros
LA VANGUARDIA