Siempre dispuestos a destacar lo peor de nuestra sociedad, en un criticismo profunda -y paradójicamente- acrítico, últimamente nos hemos dedicado a mostrar hasta qué punto nuestras vidas han llegado a estar bajo controles ocultos y perversos. Si tuviera tiempo y oportunidad, me gustaría mucho poderme dedicar durante una temporada a investigar este tipo de psicosociopatologia tan extendida que consiste en tener hiperdesarrollada una mirada dramáticamente negativa sobre los tiempos actuales, y convertirla luego en un relato trufado de conspiraciones paranoicas.
Pero volvamos a la sospecha de estar vigilados. No la negaré. Todo lo contrario: lo que hay que desmentir es que esto sea alguna novedad. Siempre hemos estado vigilados, y siempre nos hemos vigilado unos a otros tanto como hemos podido. O, para ser aún más exactos, siempre hemos estado vigilados según las capacidades del momento y a la altura de los desafíos que había que encarar según la complejidad organizativa de cada sociedad. Basta con que sepamos, aunque sea por la lectura de buenas novelas, cuan asfixiante era el control social en el mundo rural y las pequeñas capitales de comarca. ¿Recuerda a Laura en ‘La ciudad de los santos’ de Miquel Llor? Y tenemos buena constancia de las fugas que provocó la posguerra española para evitar los estigmas y las persecuciones políticas. ¿Ha leído ‘Un hombre que se va’ de Vicenç Villatoro?
De hecho la huida hacia las grandes ciudades buscando el anonimato en las relaciones personales debe ser una de las causas más relevantes de los movimientos migratorios, tras las económicas y de las guerras. Aunque después, en la estela de la permanente insatisfacción, cuando ya habíamos generalizado el anonimato, hemos vuelto a añorar -y a idealizar ingenuamente- las relaciones cara a cara como espacio de autenticidad. Una autenticidad, por otra parte, de la que, si la recuperáramos de verdad, tardaríamos poco a volver a huir.
Como he dicho, toda sociedad lleva las formas de control a los límites de sus posibilidades. El análisis de los big data, extraordinariamente útiles para gestionar una creciente complejidad social que, por otro lado, nos hace la vida tan confortable, habría sido inútil en una sociedad rural. Bastaba con el control visual directo y con el chisme. O con el rumor, que, por cierto, es un mecanismo que no sólo no ha desaparecido nunca del mapa, sino que las nuevas redes sociales han contribuido a situarlo, nuevamente, en el centro de los combates sociales, políticos y comerciales (véase ‘Rumores en guerra’, Marc Argemí). Y después de la curiosidad vino la televisión, otro instrumento de control que se ajusta como anillo al dedo a la metáfora del panóptico de Michel Foucault en ‘Vigilar y castigar’ (1975): la posibilidad de “controlar sin ser visto “. Un discurso, el audiovisual, que Neil Postman enviaría al infierno en ‘Divertirse hasta morir’ (1985) y que Giovanni Sartori, en su aclamado ‘Homo videns’ (1997) -un panfleto conspirativo al gusto de los mayores malpensados-, acabaría de demonizar.
No serria difícil, pues, hacer una lista de las distintas formas que el control social ha tomado a lo largo de la historia, todas antes de la llegada de las redes sociales. Y novelas como ‘Un mundo feliz’ de Aldous Huxley (1932) o ‘1984’ de George Orwell (1949) ya nos habían anticipado muchas claves. Sin embargo, desde mi punto de vista, la verdadera cuestión que han planteado las diversas formas de control a lo largo de la historia no es que existan, sino la capacidad individual y colectiva de resistir y defenderse de ellas. Que se nos quiera controlar me parece inevitable y, hasta cierto punto, necesario y todo. Lo que debería preocuparnos es si somos más, menos o igual de capaces de escaparnos.
ARA