En la presentación en Madrid de su libro, Gabriel Rufián declaró que no era ni nacionalista ni independentista. Su independentismo, continuaba, era un estado transitorio, de manera que no existía exactamente, pues él era republicano y soberanista. Las palabras me sorprendieron porque no tienen ningún sentido. Supongamos que, cuando me pedís si soy feminista, os respondo que, en realidad, no soy feminista, sino que estoy feminista. El día en que se alcance la igualdad entre mujeres y hombres, ya no hará falta que lo sea. En el fondo, soy feminista porque soy posthumanista, quiero que todas las personas tengan los mismos derechos, libertades y oportunidades y que se respete la naturaleza y los seres no humanos. Vosotros, seguramente, responderéis: “Vamos, que eres feminista”.
Tanto Rufián como un independentista que lo es por razones de lengua o cultura parten de la misma base: existe un pueblo que tiene un derecho que tienen otros pueblos. Este pueblo es el mismo para todos los independentistas. Ya sea para proteger el catalán, ya sea para instaurar el socialismo, ya sea para crear un paraíso fiscal, hay un consenso que Catalunya es el escenario donde materializar un proyecto político colectivo que tiene unas particularidades ―demográficas, culturales, sociales, económicas― diferentes del resto de lugares del mundo. Además, todos los independentistas coinciden en que la trayectoria política del estado español ha perjudicado al pueblo catalán y le ha negado el derecho de autodeterminación. Puede ser que Rufián crea que, como su independentismo es transitorio, no es real, pero las consecuencias de este estado transitorio sí que lo son. Que se lo pregunte a sus amigos y compañeros que están en la prisión o en el exilio.
A pesar de todo, la red se llenó de tuits defendiendo la tesis del líder de ERC. La que más me llamó la atención fue la de Pau Llonch. El activista las justificó explicando que hay dos maneras de entender la nación. Una, basada en la voluntad compartida de ejercer colectivamente el poder político, que se ajustaría al concepto de nacionalismo cívico. La otra, la priorización de determinados rasgos, como la etnia, usos jurídicos o mitología histórica, se correspondería con el nacionalismo étnico. Para Llonch, tanto él como Rufián defendían la primera visión, considerada menos peligrosa que la segunda, al percibirse más abierta y menos proclive a derivar en supremacismo.
La realidad, sin embargo, es diferente. En primer lugar, porque académicos como Jorge Cagiao o Ramón Máiz concluyen que el nacionalismo de los estados contiene tanto elementos cívicos como étnicos. En segundo lugar, porque la división entre nacionalismo cívico y étnico es xenófoba. Como analiza Máiz, se utilizó para trazar una diferencia entre los nacionalismos de Occidente ―los cívicos, basados en la política― y los de Oriente ―los étnicos y excluyentes. De hecho, la idea de Europa como el único espacio que garantiza el libre ejercicio de derecho político ha justificado desde el relato oficial que afirma que el colonialismo español fue un encuentro entre pueblos, y no una imposición fundamentada en la blanquitud y el cristianismo; hasta la política de la UE en materia de refugiados y migrantes, con la excusa de que una entrada masiva amenazaría valores compartidos.
El estado español ha impuesto su proyecto político y social con dinámicas de poder que han situado a la etnia castellana por encima del resto
A nivel interno, la división entre un sentimiento colectivo más cívico, más patriótico y uno étnico, nacionalista, ha servido para que los estados europeos no se responsabilicen de las opresiones en razón de identidad, etnia, género, clase u orientación sexual que propician que, en momentos determinados, la extrema derecha resurja con fuerza. También la han utilizado para estigmatizar los nacionalismos sin estado dentro de sus fronteras. Eso de que un español es cosmopolita, porque no existe el nacionalismo español, mientras que alguien que se siente catalán, gallego o vasco es un primitivo. Irónicamente, el estado español ha impuesto su proyecto político y social con dinámicas de poder que han situado a la etnia castellana por encima del resto. Para mantener Catalunya dentro del Estado, ha hecho falta minorizar el catalán, anular sus instituciones y borrar su historia.
Eso ha repercutido en cómo el nacionalismo catalán ha visto elementos étnicos, como la lengua o las tradiciones. Como escribí en el artículo “Independentismo españolista”, si bien siempre ha habido catalanes que los han utilizado para construir una identidad excluyente, la mayoría los ha visto como un elemento subversivo de resistencia. Tal como sucede con el escocés, el nacionalismo catalán hegemónico, consciente de que España lo ataca tildándolo de tribal o étnico supremacista, ha articulado una idea de nación fundamentada en valores cívicos. Eso ha sido un acierto, pero también un riesgo.
Catalunya ha trazado su diferencia, en parte, basándose en la idea de que es más próxima a los valores europeos que España. El nacionalismo catalán se ha hecho suya la concepción presente en muchos relatos historiográficos producidos en el viejo continente, analizados por la académica Manuela Boatca, que España es un país decadente preso de su nostalgia imperial. El hecho de que Catalunya fuera de las pocas regiones del Estado que desarrolló una revolución industrial equiparable a las del resto del continente alimentó la idea de la superioridad catalana. En la actualidad, esta visión de la catalanidad crea situaciones tan contradictorias como clase política y ciudadanía se vanaglorien de tener leyes de igualdad entre mujeres y hombres y de protección de los derechos LGTBI pioneras en Europa, pero que, a la práctica, la normativa se marchite en el cajón. También explica la fe que la Unión Europea intervendrá a favor de Catalunya en el conflicto que mantiene con España, o la creencia que el independentismo ganará porque respeta pulcramente la democracia, rechaza la violencia y tiene la razón moral de los buenos.
La división entre lo cívico y étnico, y el privilegio del primero es, en todo caso, perjudicial al independentismo catalán. Primero, porque asume un discurso creado por los estados nación con la finalidad de neutralizar, o incluso eliminar, las aspiraciones de pueblos como el catalán, así como sus rasgos culturales o lingüísticos. Segundo, porque no evita el riesgo del surgimiento de un nacionalismo excluyente, sino al contrario: hay muchas más posibilidades que el catalanismo se considere superior al españolismo por cuestiones vinculadas a los valores cívicos y democráticos que por razones lingüísticas o tradicionales.
ElNacional.cat