Ser viuda en el siglo XVI: la lucha por la supervivencia bajo la lupa de una moral asfixiante

Ser viuda en el siglo XVI suponía una lucha por la supervivencia y una existencia bajo una estricta moral. La conquista española triplicó el número de viudas en Nafarroa, donde las acusaciones de brujería buscaban disciplinarlas e incluso arrebatarles la tutela de sus hijos y sus bienes.

La condición de viuda en el siglo XVI suponía una lucha por la supervivencia y una existencia bajo la supervisión de la estricta moral imperante en esa centuria, que las veía como un peligro al no estar controladas por un varón, según explicó recientemente la historiadora Amaia Nausia Pimoulier en la charla ‘Hombres que guerreaban, mujeres que peleaban. Las viudas navarras tras la conquista de Navarra’, que ofreció dentro del ciclo organizado por la Plataforma Noain 500 años.

Nausia detalló que la conquista española de Nafarroa supuso que se disparara el número de viudas en el viejo reino. Si antes de 1512 el 5% de la población en general la integraban las viudas, que suponían el 10% de la femenina, a raíz de la invasión y ocupación del reino, ese número se llegó a «duplicar e incluso triplicar».

Para estas mujeres que acababan de perder a su marido, se iniciaba una etapa que la historiadora calificó de «una moneda con dos caras». Por un lado, «se encuentran por primera vez con cierta autonomía para tomar decisiones por ellas mismas para sacar adelante su casa y sus hijos». Pero en el reverso de esa moneda aparecía «el sufrimiento de la pérdida y las carencias económicas que en ocasiones entrañaba».

De hecho, destacó que muchas viudas, especialmente cuyos maridos habían combatido en el bando legitimista, se vieron en situaciones muy vulnerables tras la conquista, hasta el punto de que mendigaban por las calles «por amor de Dios, ya que les habían confiscado sus bienes. Lo habían perdido todo».

A estas circunstancias se sumaba la moral que empezaba a imponerse en el siglo XVI, con el surgimiento de los estados modernos y el sistema capitalista, y que miraba con recelo a las viudas al considerarlas un peligro.

Esa centuria fue una época de fuerte crisis económica, de escasez muy dura y de crisis demográfica, con zonas de Europa perdiendo hasta un tercio de su población, como durante la peste negra. Esa circunstancia hizo que la tasa de natalidad pasara a convertirse en una cuestión de Estado, porque los estados modernos y el sistema capitalista necesitaban mano de obra. Y para lograrla hicieron que el principal objetivo de las mujeres fuera ser madres, lo que supuso que sufrieran un retroceso en la vida pública, literalmente «se les expulsa de la esfera pública».

El control sobre las mujeres que ejercían el Estado y la Iglesia se hacía efectivo a través de la religión y las leyes, y llegaba al ámbito privado, a las familias, con la comunidad actuando ante cualquier desviación de ese orden social.

En sí, las viudas suponían una amenaza para ese orden, ya que «son las únicas mujeres que no se encuentran sometidas a un varón. Antes de casarse, las mujeres están supeditadas a su padre y una vez que contraen matrimonio, a su marido, pero las viudas ya no están controladas por un hombre y además cuentan con una experiencia sexual».

Por ese motivo, los autores moralistas de la época establecieron una especie de ideal a seguir, lo que denominaban «la perfecta viuda», que debía honrar la memoria de su difunto marido, lamentarse por su pérdida, ser casta y una buena madre. Para mostrar su condición públicamente, debían oscurecer la toca que portaban las mujeres casadas y además, tenían que guardar un año de luto para asegurar que si estaba embarazada, el hijo era de su fallecido esposo, ya que durante ese tiempo no podían casarse ni tener relaciones sexuales.

A la que se saliera del rígido camino trazado, le aguardaba el castigo conocido como vergüenza pública. Consistía en pasearla por las calles habituales de la población en la que vivía a son de trompeta y con un pregonero que explicaba por qué había sido condenada mientras le daban azotes. Nausia añadió que la condena podía ser el destierro de la ciudad o incluso del reino, lo que, «en la práctica, conllevaba la muerte, ya que a una mujer sin buen nombre desterrada no se le daba trabajo, ni casa y terminaba en la prostitución para acabar muriendo».

Pero incluso llevando la vida establecida por la estricta moral del momento, las viudas no lo tenían fácil. Como muestra de ello, la historiadora detalló que de los 150.000 procesos de los tribunales reales de Nafarroa de los siglos XVI y XVII que se conservan, en unos 18.000, el 13%, «las protagonistas son viudas que están pleiteando por cuestiones patrimoniales, la tutela de sus hijos, su honor o cuestiones laborales».

¿Por qué tenían que acudir con tanta asiduidad a la justicia superior del reino? Según explicó, la herencia de su marido solía ser el origen de esos pleitos. Los bienes del difunto los heredaban los hijos y la persona que les tutelara tenía el control sobre los mismos. Lo habitual era que esa tarea recayera sobre su madre, es decir, la viuda, pero no faltaban familias de maridos fallecidos que querían hacerse con el control de esa herencia y peleaban judicialmente por la tutela de los hijos.

Para lograr su objetivo, ponían el acento en que la viuda no seguía las pautas establecidas por la sociedad o incluso le acusaban de brujería, algo muy común en la época y que también se empleaba para «disciplinar» al conjunto de la población femenina.

Al respecto, Nausia destacó que los procesos de brujería en Nafarroa después de la conquista se centraron «especialmente en las mujeres. El 80-90% de los casos son mujeres y muchas de ellas, viudas, además de parteras y curanderas, que ayudaban a las mujeres a abortar o evitar que se quedaran embarazadas, algo que se consideraba un pecado mortal».

Conservar la administración de los bienes de su difunto esposo era una de las opciones que tenían las viudas para sobrevivir, a las que se sumaban volver a casarse o trabajar, aunque las segundas nupcias, en principio, «estaban mal vistas salvo para las viudas jóvenes, ya que estas podían tener hijos en ese nuevo matrimonio» y además, suponían perder la tutela sobre los hijos del primer casamiento.

Lo más habitual era no casarse de nuevo y recurrir a administrar la herencia de los hijos, lo que en Nafarroa era el sistema usufructuario, que buscaba mantener la unidad de la casa, que los bienes no salieran de ella. Como los herederos eran los hijos, la viuda se encargaba de su administración y disfrutaba de ese patrimonio, lo que supuso que «tuviera una autoridad en la casa».

Además, las viudas contaban con su dote, es decir, los bienes que habían aportado al matrimonio en el momento de casarse. En Nafarroa, la dote «es un patrimonio propio de la mujer y su capacidad para administrarla es más alta que en otros territorios europeos, donde tenían que ceder una parte a la familia de su esposo». Era tan privativo en el caso navarro que si volvía a casarse, «ella podía establecer si dejaba la dote a los hijos de su primer matrimonio o del segundo». Incluso se contemplaba que si el marido había hecho un mal uso de la dote, cuando este falleciera, su familia tenía que poner una garantía, unos avales, para devolvérsela a la viuda.

Una tercera salida económica para las viudas era trabajar, ámbito en el que tampoco faltaban las querellas legales, en especial con los gremios cuando estaban vinculadas a un comercio. Si su esposo fallecido pertenecía a un gremio, se le otorgaba a la viuda un año de luto, periodo en el que podía mantener la tienda abierta para ir vendiendo el género existente y así obtener unos recursos para su supervivencia. Pasado ese plazo, tenía que cerrar el comercio o contratar a un oficial agremiado, ya que las mujeres no podían serlo.

En ese momento es cuando se producían «cientos de pleitos de viudas contra esa decisión, ya que seguían con la tienda abierta», señaló la historiadora. En el correspondiente proceso judicial, el gremio argumentaba que la viuda, como mujer, no estaba agremiada y no podía ejercer el oficio. Pero la mujer se defendía señalando que, aunque no tenía título oficial, conocía el oficio perfectamente por ser esposa y hasta hija de agremiados. Incluso, en ocasiones, sacaba a relucir que tenía un hijo aprendiz que a futuro se haría cargo de la tienda, que debía mantener abierta para sobrevivir.

Este era otro de los muchos pulsos en los que se veían envueltas las viudas en su difícil lucha por sobrevivir en una época en la que se les miraba con tanto recelo.

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