Los últimos acontecimientos siguen tensando la atención de los vascos porque en ellos vuelve a irrumpir en su crudeza el conflicto que este país mantiene con el estado. Nos es adecuado, sin embargo, agotarse exclusivamente en la réplica y contrarréplica del y al estado, ya que existe otro ángulo de suma importancia, que se evidencia de rebote en ésta y en otras situaciones similares, es decir, la dificultad que tenemos los vascos para funcionar como un sujeto uniforme. Hay que volver los ojos de forma igualmente intensa a la necesidad de tejer una realidad social que fuerce al estado a percibirnos como un sujeto, no como un caos de agentes. En esa tarea, cabe reconocer el acierto abertzale de proponer como método básico el de sentarse conjuntamente a una mesa. El mundo abertzale asimismo ha avanzado mucho en el lenguaje, que era su gran dificultad. Falta, sin embargo, corregir otro enorme fallo que llevamos adherido desde hace mucho tiempo: el de trabajar con una imagen asimétrica de Euskal Herria. La gran autoestima de haber desenterrado el conflicto existente con el estado y reproducido una situación de rebeldía, nos hace olvidar que no hemos realizado una suficiente definición ni revaloración de los diferentes sectores, de las diferentes procedencias, y de las distintas autopercepciones que componen nuestra sociedad, ni visualizamos en toda su peculiaridad los territorios que constituyen nuestro país.
Quiero tocar aquí solamente el aspecto territorial, porque puede servir de muestra de las carencias que nos limitan. Ni siquiera voy a analizar las diferentes zonas a las que no llega nuestro habitual campo visual. Me voy a limitar a la persistente dificultad que tenemos en los territorios de la costa para percibir la realidad de la Euskal Herria del Ebro. Y aquí menciono dos enormes mochilas que arrastramos. Una de ellas es la errónea interiorización de una parte de la antropología vasca. La otra, la pervivencia de las formulaciones nacionalistas de Sabino Arana.
Cuando Wilhelm Humboldt publicó en 1821 su obra “Investigaciones sobre los primitivos habitantes de España, con ayuda de la lengua vasca”, se convirtió en el pionero de la llamada euskerología moderna. A lo largo del s. XIX aparecieron nuevos estudiosos europeos, y asimismo se produjo una larga e ininterrumpida generación de investigadores vascos, cuyo valor es inconmensurable. La revolución francesa había logrado apartar los ojos del viejo orden hegemónico monárquico y se había despertado en las clases intelectuales, políticas y artísticas europeas un vivo interés por la cultura popular, por el lore, el conocimiento de las gentes, como verdadera esencia del país. Es este lore quien va a representar con sus leyendas, poesías, mitos y danzas el orgullo nacional de los pueblos europeos. Se propagó el término folklore, creado por William John Thomas en 1842 para definir las recién descubiertas culturas rurales. Desde entonces, lengua, etnia y recuperación del pasado histórico funcionaron como elementos fascinadores en gran parte de Europa y también entre los vascos. La tarea de investigación vasca no se detuvo en esa época. En la primera mitad del s. XX destacan los trabajos sistemáticos sobre la cultura y sociedad de la mano de Eusko Ikaskuntza, dirigidos sobre todo por Telesforo de Aranzadi y Joxemiel Barandiaran, y en las últimas décadas de ese mismo siglo, prosiguen con el mismo tesón los estudios y tesis doctorales realizadas desde la universidad.
No se trató de un simple movimiento cultural. Esa nueva sensibilidad étnica y cultural del siglo XIX se propagó al campo político. Y renació por Europa una nueva conciencia de identidad en numerosos pueblos sometidos hasta ese momento a los imperios otomano, austriaco y ruso, generando luchas por la independencia que dieron paso, con el tiempo, a nuevos estados. Dentro de esa nueva conciencia, precisamente, se produjo asimismo el nacimiento del nacionalismo vasco, formulado por Sabino Arana, que también imaginó el pueblo vasco desde una lectura antropológica y étnica.
Al margen de su efectividad en la creación de una identidad o conciencia de ser un pueblo, ambos esfuerzos provocaron una autopercepción de muchos vascos limitada a una parte de la herencia del país, localizada, además, en determinadas zonas. Un inventario insuficiente, que difuminaba otro importante patrimonio lleno componentes históricos, institucionales, culturales y sociales, también constitutivos de Euskal Herria. Y esa carencia no se diluyó con el devenir del siglo XX sino que perdura hoy día, y negarlo forma parte del problema. La ignorancia o hasta la negación de la realidad de otros sectores y territorios es tal que dificulta la interrelación social y cultural, y se abortan o reducen los proyectos políticos integradores, pues se reproduce un sujeto vasco multiforme y empecinado en tendencias contrarias.
La tarea de contrarrestar esa dificultad cotidiana, en todo caso, está ya en marcha desde esfuerzos de complemento y de síntesis, tanto en el campo político, como en el social, deportivo o literario. Aquí deberíamos citar las aportaciones realizadas desde autores y grupos inspirados en la realidad navarra, como Jimeno Jurío, Altaffaylla Kultur Taldea, el grupo Nabarralde, Tomás Urzainqui, Floren Aoiz, y otros. Quiero referirme aquí a un ejemplo reciente que puede ser más aclaratorio que otros argumentos, y que oferta una lectura no habitual de la realidad vasca. Me refiero al libro de José Mari Esparza “Cien razones por las que dejé de ser español”. En esta obra nos encontramos con una descripción de lo vasco desde la experiencia vital en una tierra no costera. No estamos hablando de una autopercepción cultural antitética respecto a la de otras zonas. Esparza, simplemente, proyecta su experiencia y su riquísimo patrimonio de conocimientos desde Tafalla. Lo hace con un estilo coloquial, que inicialmente puede hacer creer que se trata de recuerdos y reflexiones concretos hechas a pie de silla. Según avanza la lectura, sin embargo, la serie de situaciones y reacciones examinadas indican una comprensión profunda de la historia, de la sociología, y de la situación internacional. Memoria histórica, liberales, carlistas, guerra del 36, rechazo al invasor, la Benemérita, los jornaleros, socialistas, republicanos, Montejurra. Sentido vecinal, juego de pelota, pueblo, fábrica, fiestas, emigración, familia, apego a la tierra. En todo momento trasciende la interpretación fácil y reductora de los hechos, pues detrás de su humor y vitalidad, se trasluce una profunda melancolía navarra.
Lo más valioso de esa lectura, es que vuelve a inquietar en dos direcciones. Por una parte, no habrá un navarro que no se sienta impactado por esa visión diferente a la oficial, y que incluye un gran verismo por el mismo modo de ser contada. Por otra, producirá en el lector de otros territorios la evidencia de que, al hablar y visualizar el País Vasco debe tener en cuenta la experiencia realizada desde el Ebro o desde el Arga, por decirlo de algún modo. Incluso siembra pistas para comprender que en la realidad navarra, hay situaciones que no son tan opuestas como pueden parecerlo desde fuera, pues existe y perdura un gran apego a la tierra, a la vecindad y a las instituciones, al margen de las ideologías adoptadas en un momento dado.
Percibir los diversos sectores, procedencias, autopercepciones y territorios, para así inventariar todo lo que nos constituye es una tarea esencial a la construcción de nuestro país. La multiplicidad no es un riesgo, sino la materia prima, constitutiva de lo que hemos sido y de lo que podemos ser. La simplificación es rehuir la tarea. Esa convicción nos llevará no solamente hasta la mesa, sino que nos facilitará la comprensión, la confianza y los acuerdos, que son la verdadera entraña de la estrategia abertzale.