Para conseguir un Estado hay que saber pensar y actuar con sentido de Estado. Hay que distinguir claramente entre el objetivo principal y los secundarios, calcular bien las posibilidades y riesgos de cada decisión, establecer consensos internos que optimicen las fortalezas propias, evitar cualquier gran error estratégico, acertar en la gestión del tiempo y hacer una buena política de comunicación. Centrémonos en estos dos últimos aspectos.
La gestión del tiempo. Este elemento es fundamental. Hay que hacer las cosas bien y luego hacerlas rápido. No al revés. La principal tarea de los partidos, ciudadanos y organizaciones independentistas es actualmente ganar las elecciones del 27-S. Sin embargo, en caso de victoria electoral, cualquier cálculo sobre el tiempo que debe transcurrir entre esta fecha y la proclamación de la independencia resulta hoy bastante arbitrario. No se puede establecer de manera voluntarista. En un proceso como el actual, la realidad es siempre más compleja en el espacio y más incierta en el tiempo que cualquier plan que quiera conducirla. Hay que ser sensibles a los cambios que se irán produciendo y modular las actuaciones según estos cambios. En los últimos cuatro años he repetido que sería un grave error proclamar la independencia en un momento en que el país no estuviera en condiciones prácticas de aguantarla y desarrollarla. Parece una aseveración obvia, pero la experiencia me dice que no está de más repetirla.
La política de comunicación. Las ventajas de la independencia para los ciudadanos de Cataluña son múltiples, especialmente para las clases populares (parados, trabajadores, pensionistas, clases medias, etc.). Pero hay que explicar más y mejor a la ciudadanía los porqués de la independencia. Hay falsedades promovidas por el gobierno central, por los partidos y medios de comunicación de ámbito estatal que se pueden desmentir fácilmente. Hay incertidumbres que se pueden eliminar. Y, sobre todo, hay argumentos contundentes de lo que significa una Cataluña independiente en términos de uno de los estados de bienestar más avanzados de Europa (educación, sanidad, pensiones, servicios sociales), de una sociedad con menos pobreza y desigualdades sociales, de un sistema democrático más moderno, de una economía más eficiente y abierta al mundo, de unas infraestructuras desarrolladas y gestionadas desde el país (trenes, puertos, aeropuertos, carreteras, fuentes de energía, nuevas tecnologías), del peso que el país ganaría en Europa y en las relaciones internacionales, de la protección de la lengua y cultura propias sin menospreciar el pluralismo interno del país, del uso de los símbolos colectivos, incluidas las competiciones deportivas, etc. Cataluña puede ser en el futuro el país del “bienestar cálido”.
Sobran razones para la independencia. En sentido contrario, los costes de la dependencia son muy claros, gobierne quien gobierne en Cataluña y gobierne quien gobierne en España. Es un tema estructural. Son costes asociados a vivir en una posición políticamente marginal de un Estado con tics autoritarios que te explota económicamente y te quiere asimilar culturalmente.
El unionismo en Catalunya no ofrece alternativas plausibles. Y fuera de Cataluña lo que hay es casi un desierto. Lo mejor que se ha escrito dentro del ámbito del unionismo es un informe de la Fundación Campalans (vinculada al PSC). Su contenido, sin embargo, fue inmediatamente olvidado después de que el PSOE aprobara la Declaración de Granada (julio 2013). La propuesta de la Campalans estaba más bien orientada. Partía del hecho de que el tema territorial resolver no consiste en retocar el Estado de las autonomías para hacerlo más “funcional” o más “igualitario” (esto último, dicho por los que lo dicen, es a menudo cinismo), sino reconocer y acomodar constitucionalmente la plurinacionalidad del Estado. Sin embargo, a pesar de los esfuerzos de sus redactores, la propuesta también se quedaba corta en términos de reconocimiento y de autogobierno nacional e internacional.
De Podemos no se conoce nada mínimamente elaborado sobre el tema. Los primeros posicionamientos resultan muy simples y tradicionales. Y el PP y C’s mantienen una visión recentralizadora y nacionalmente uniformista del Estado. De hecho, los máximos de reconocimiento y de autogobierno que los partidos españoles podrían pactar entre ellos, en el escenario más optimista, están muy lejos de los mínimos que serían aceptables hoy por parte de la mayoría de ciudadanos de Cataluña. No hay “terceras vías” realistas para solucionar de manera estable el tema de fondo. Los partidos estatales no dan mentalmente de sí.
En este contexto se hace difícil entender que una izquierda que se quiere “progresista” aunque esté petrificada ante las pantallas tradicionales del binomio derecha-izquierda o de la “reforma constitucional”. A estas alturas ya no se puede tratar de un mero ejercicio de ingenuidad. Han pasado demasiadas cosas en la última década. Más bien se trata de una actitud en favor de modelos que son obsoletos incluso como proyecto (y que están en las antípodas de una “cultura federal”). Unos modelos que, en el mejor de los casos, sólo aspiran a gestionar mejor las miserias de una autonomía políticamente escasa y sin protecciones jurídicas efectivas (recortes incluidos).
Ser progresista en un ámbito no significa serlo en otros. El ámbito nacional en todo el mundo resulta irreductible al ámbito social. Hay interconexiones, obviamente, pero no son coincidentes. Se trata de ámbitos que requieren emplear conceptos, valores, lenguajes y herramientas analíticas diferentes.
Las corrientes políticas siempre priorizan determinados temas, valores y objetivos, cada uno los suyos, mientras que marginan otros de los que ofrecen análisis y respuestas poco elaborados. Nadie lo hace todo bien (ni lo piensa todo bien). Como realidad nacional diferenciada sería conveniente que todos los partidos catalanistas que quieren transformar en profundidad el ‘statu quo’ actuaran con sentido de Estado, sin aferrarse a cuestiones de carácter cotidiano y que cambiarán en el futuro, como la de quién gobierna en este momento. Resulta decepcionante que en el ámbito nacional algunas izquierdas sean conservadoras, incluso reaccionarias. Hay que pensar con sentido de Estado (el propio, no el de los demás).
ARA