Llegados al actual punto de confrontación estoy convencido de que el Estado no va a ganar nunca a base de propaganda, represión y brutalidad policial. Nunca. Pero tampoco lo hará el independentismo sólo mostrando su fuerza en la calle a base de movilizaciones continuadas y de una resistencia radicalizada y heroica. Lo más probable es que la escalada del conflicto lleve a un enquistamiento de las hostilidades, con períodos de encrespamiento y periodos de calma, condicionados por lógicas políticas externas como los periodos electorales. No sé si todavía se puede contar con una intervención internacional discreta que presione al Estado español. Y es cierto que no se puede excluir la aparición de algún hecho inesperado y disruptivo, como he sostenido tantas veces. Pero todo es muy incierto a la vista de la creciente dureza de las hostilidades.
El conflicto sólo tiene un final posible: el ejercicio del derecho a la autodeterminación de los catalanes. Aquí no hay medias tintas. Es la única salida radicalmente democrática. Lo ha sido desde el primer día, y lo será hasta el último. Y cuanto antes se produzca, más malestar nos ahorraremos. Esto lo pueden entender incluso los que no tienen prisa. Por ello, la discusión sobre si hay que esperar a que el independentismo tenga suficiente mayoría social para imponerse es tocar la flauta mientras el Estado no se comprometa a aceptar un referéndum. Por un lado, porque si el argumento es que el independentismo -supuestamente- no llega al 50 por ciento, lo cierto es que el unionismo todavía tiene menos apoyo, y bien que se sigue imponiendo. Y por otro, porque es una evidencia de que España -de momento- no considera que los catalanes puedan decidir sobre la relación con el Estado, ni con el 50 ni con el 80 por ciento de independentistas.
Ciertamente, la solución final pasará por sentarse, hablar y pactar. Pero esto significa reconocerse recíprocamente como interlocutores. Y ahora estamos tan lejos que no hemos llegado ni al “descolguemos el teléfono y quedemos”, por no decir que allí todavía ganan los que son partidarios del “encerrémoslos en la cárcel, y que callen para siempre”. También es de una ingenuidad malintencionada decir que se trata de sentarse a negociar aceptando que cada parte deberá renunciar a algo. Es ingenuo porque los derechos fundamentales son irrenunciables. Y es malintencionado porque no hay dos posiciones confrontadas en igualdad de calidad democrática. Aquí se debate entre una petición democrática y una respuesta autoritaria.
Así pues, la única conversación posible es a partir del ejercicio del derecho a la autodeterminación. No es la independencia lo que hay que imponer, sino el ejercicio de este derecho. Y una vez reconocido, ¿de qué se debería hablar? Al menos hay cinco cuestiones a tratar. Una, las condiciones de juego limpio en el que se ha de ejercer este derecho. Dos, pactar las condiciones tanto de una posible secesión como de permanecer en el Estado, a fin de minimizar los efectos negativos en cualquiera de los casos. Tres, garantizar los derechos de la minoría perdedora, ya sea la de los unionistas en una Cataluña independiente como la de los independentistas en una Cataluña española. Cuatro, dibujar las futuras relaciones entre Cataluña y España en cualquiera de los casos: modelos posibles de nueva relación política y fiscal, de cooperación, de horizontes federales o confederales… Cinco, dejar apuntados los caminos, fuera cual fuera el resultado, de una reconciliación interna para cicatrizar las posibles heridas infligidas durante el conflicto.
La experiencia nos muestra que ante un Estado que actúa unilateralmente -sin voluntad de diálogo, sin proyecto alternativo para Cataluña, exclusivamente con respuestas represivas y que dispone de la capacidad de ejercer una gran violencia-, el independentismo debe llegar como sea al ejercicio radicalmente democrático del derecho a la autodeterminación. Pactado o sin pactar. Por debajo de esto, no hay nada que hablar.
ARA