El destino en lo universal me abotargó de Isabel y Fernando, de imperios donde no se ponía el sol, de monarcas tarados, de santas cruzadas y laureadas, y de la estúpida cutrez con pura esencia de cuartel, de flechas y pelayos.
Cuando abrí los ojos, descubrí una Nabarra, el estado de Euskalerria, desmembrada, invadida, engañada, postergada, usurpada. Hablaban sus mandatarios, colaboracionistas empedernidos, de su grandeza, de su egregio papel en la historia de España, en la lucha contra el comunismo y contra el ateísmo. Y abrí los ojos y me sentí humillado porque veía que gran parte de mi pueblo odiaba su historia, su lengua, y asistía impasible a la destrucción de su patrimonio.
Todo esto puede parecer grandilocuencia, y sin embargo, nos guste o no, es la trágica verdad.
¿Qué nos queda? Este pueblo se emociona cuando oye a San Fermín -¿Habrá existido?- llorar, o se desmelena por todos los txokos de Nabarra por su Osasuna -¿sangre nabarra o talonarios? – o va a gritar contra E.T.A o contra la guerra, cuando así lo disponen los políticos. Y calla, o como mucho susurra, cuando nos descapitalizan la asistencia social, la educación, cuando sepultan un enclave pirenaico o rompen nuestro patrimonio artístico. Y más; y mucho más.
¿Viejo reino? ¿Por qué no un estado libre y solidario, donde seamos los propios nabarros los dueños y gestores de nuestro destino y de nuestros recursos? ¿Hay alguna razón o algún inconfesable miedo para reclamar nuestra soberanía? ¿Somos lo que queremos como pueblo o lo que los políticos nos dicen que debemos ser? ¿Qué o quien y por qué se opone a nuestra libre decisión?
Son preguntas que se evitan en las altas instancias mediáticas, eclesiásticas, políticas y financieras. Son demandas y exigencias de muchos ciudadanos nabarros, que “democráticamente” se banalizan, o se rechazan, cuando no se criminalizan.
Nabarra ha soportado generaciones de políticos con patente de corso, que venden, reparten y organizan “el viejo reino” a su antojo. ¡Como se les pone! Esto significa que mientras los destinos del pueblo nabarro esté en sus manos, seguirán disfrazando chanchullos, inventando comisiones, engrosando sus arcas, vomitando sandeces contra nuestra historia y contra nuestra cultura. Porque al final -¡Ay, qué poco creo en ellos!- casi todos se entienden y se escabullen de sus pecados e irresponsabilidades con palmaditas cómplices.
Unos porque siguen entroncados en los mas rancios valores del nacionalcatolicismo franquista; otros dándoselas de progres o sociatas, pero actuando con métodos y maneras absolutamente neoliberales, idénticos a los de la derechona; otros más pendientes de fortalecer los aparatos de sus partidos que de jugarse el tipo con un compromiso y una denuncia descarada y sin ambages. ¿Exagero? Puede. Pero uno abriga la sospecha de que personas, posiblemente íntegras, cruzan el umbral de los parlamentos y trastocan su personalidad. Y cambian sus discursos, sus parámetros éticos y esa gran vocación de servicio al pueblo.
Es la sensación que estamos mascando y maldigeriendo muchos nabarros. Es por eso, porque rechazo las ideas y las soflamas que nos escupen desde sus púlpitos y desde sus periódicos tan bien mimados; y porque abomino de sus prácticas culturales, folklóricas, urbanistas, medioambientales; y porque amo la historia que ellos odian, por lo que me siento un “mal navarro oficial”. Y me temo que, al no participar mi sentimiento nabarro del oficial, seré un español fatal. O mejor, deberían privarme de tal categoría. No les guardaré por ello ningún rencor. Lo prometo.