Sarajevo, la ciudad que explica el siglo XX

La primera vez que se llega a Sarajevo posiblemente uno se siente impresionado por la belleza del entorno: la ciudad rodeada de colinas. Quién iba a decir que acabaría siendo víctima de la orografía… Porque es desde estos cerros desde donde las tropas serbo-bosnias del general Ratko Mladic bombardearon la ciudad en los 1.425 días que la mantuvieron sitiada durante la guerra de Bosnia-Herzegovina (1992-1995). Casi cuatro años de asedio militar, el más largo de la historia moderna.

No es extraño, pues, que la guerra del 92 haya marcado profundamente la capital bosnia. El acceso por la avenida Mese Selimović, tristemente conocida como ‘avenida de los francotiradores’, sirve para entender hasta qué punto estaba expuesta la población civil a la artillería y los disparos de los radicales chetniks. Aún hoy los barrios más occidentales, de marcada arquitectura soviética, testimonian los efectos brutales del asedio. Bien en las paredes de los edificios, donde se hace evidente el impacto de los obuses, de las balas y de la metralla, bien en el asfalto, donde las llamadas ‘rosas de Sarajevo’ constatan las muertes civiles por morteros y proyectiles.

Barrios como el de Grbavica, ‘línea de frente’, enseñan todavía las cicatrices de la guerra. Sin embargo, para saber los traumas más íntimos, los que no se evidencian a primera vista, hay que pasear y conversar con los vecinos. O recurrir al cine. El recuerdo omnipresente de los días de agresión hace pensar que la ciudad necesita, al menos, una capa de pintura para sacudirse el ambiente de posguerra y pasar página. Todo ello contrasta con las fastuosas mezquitas que se han erigido con dinero del Golfo Pérsico.

A medida que el tranvía avanza por la avenida, seguimos topando con iconos de la guerra, como la sede del diario Oslobodenje. A pesar de que fue destruida, nunca dejó de publicarse. Con todo, murieron cinco trabajadores y veinticinco fueron heridos. También se hacía periodismo en el hotel Holiday Inn, sede de los corresponsales internacionales durante el conflicto, donde se escribían y editaban algunas de las crónicas que testimoniaban el agotamiento del siglo XX.

Delante, encontramos el parlamento. Las imágenes del edificio en llamas mostraron al mundo la magnitud de la barbarie.

Pero el recorrido también nos enseña que el país no quiere desvincularse de la modernidad. Grandes centros comerciales ponen de manifiesto que la capital quiere seguir el latido mundial. Sea con las grandes marcas comerciales o con medios de comunicación, como la sede de Aljazeera. De hecho, cuando el tranvía -poco después- llega al centro Skenderija, se recuerda o descubre que Sarajevo fue la sede de los juegos olímpicos de invierno de 1984. Ocho años más tarde, cuando Bosnia se desangraba, Barcelona acogía los suyos. Un hecho que hermana aún más las dos ciudades. Cabe recordar que la capital catalana es una de las ciudades que más se solidarizó con la capital sitiada: se enviaron numerosos convoyes humanitarios y Sarajevo llegó incluso a convertirse en el undécimo distrito de Barcelona. Desde entonces se han financiado numerosos proyectos de cooperación.

A partir de este punto, el tranvía ya bordea el río Miljacka y se convierte en consciente del peso de la historia en Sarajevo. En esta parte más oriental de la ciudad, la arquitectura austrohúngara recuerda el pasado imperial.

Precisamente fue en el puente Latino donde empezó el fin del imperio y donde el nombre de Sarajevo permaneció ligado para siempre al destino de Europa. El 14 de junio de 1914 un joven estudiante Serbio, Gavrilo Princip, asesinó en este puente al archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona austriaca. Sin saberlo, había pulsado el detonador de la Primera Guerra Mundial. Es en este punto donde vale la pena de bajar del tranvía y, tras observar la placa que constata el hecho histórico, adentrarse a pie en la Sarajevo más auténtica.

La Jerusalén de los Balcanes

Bosnia y Herzegovina la constituyen tres grupos étnicos: serbo-bosnios, croato-bosnios y bosníacos. Ortodoxos, católicos y musulmanes, respectivamente. Durante siglos los tres grupos, junto con los judíos sefardíes, han convivido pacíficamente en Sarajevo. Paseando por el centro histórico, se vislumbran en pocos minutos la catedral ortodoxa, la católica, la sinagoga del siglo XVI y la mezquita más grande del país. Apenas un centenar de metros separan los templos, donde durante años se han practicado los diversos cultos en paz y armonía. De ahí que Sarajevo sea conocida popularmente como la pequeña Jerusalén.

El Museo Nacional de Bosnia y Herzegovina acredita el clima de convivencia y ayuda entre comunidades. Se expone la Hagadá de Sarajevo, un manuscrito que contiene el tradicional texto hebreo que se lee por la pascua judía y que narra la liberación del pueblo de Israel y la salida de Egipto. Se calcula que el manuscrito fue hecho en Barcelona en 1350. ¿Cómo llegó a Bosnia? Pues cuando los reyes católicos expulsaron a los judíos sefardíes de la Península Ibérica, el imperio Otomano -y Sarajevo particularmente- se convirtió en un importante espacio de acogida. Después de viajar por Italia, y vía Dubrovnik, esta joya llegó a la capital bosnia, donde fue custodiada por la comunidad sefardí que se había creado en 1556. En 1894 Josef Cohen la vendió al museo nacional.

Pero la Hagadá aún ganó épica con la historia reciente. El manuscrito sobrevivió al nazismo porque el bibliotecario del museo lo dio a escondidas a un clérigo musulmán. El texto pasó la Segunda Guerra Mundial bajo las maderas de una mezquita en la montaña de Bjelasnica y retornó al museo terminado el conflicto. En 1992 volvió a ser escondida para salvarla de los obuses y las llamas de los chetniks. Esta vez terminó en la cámara acorazada subterránea del banco nacional. En ambos casos, unos musulmanes arriesgaron la vida para salvar el patrimonio cultural judío.

Hoy día, la comunidad judía es formada por unas quinientas personas -no todas practicantes-, de las cuales un 80% son de origen sefardí. Desgraciadamente, las guerras también pasaron factura y cada vez los hay menos. En 1945, 12.000 judíos habían sido víctimas del Holocausto en todo el país. En la última guerra, por suerte, la sinagoga se salvó de los bombardeos. E incluso acogió piezas del museo de la ciudad, dañado con fuerza. Aparte de la sinagoga, la otra gran huella de la comunidad sefardí en Sarajevo es el cementerio judío, el segundo más grande de Europa después del de Praga. Todavía hoy se leen lápidas con apellidos e inscripciones hispánicas. Cabe decir que, durante el sitio, el cementerio marcaba la línea de frente y varias tumbas dejan buen testimonio de ello.

El encanto otomano

Pasear por la calle de Ferhadija, una de las principales arterias de la ciudad, es un viaje en el tiempo y en las culturas. Se debe comenzar a caminar desde la llama eterna, que quema desde 1946 en homenaje a los muertos en la Segunda Guerra Mundial. A medimos que avanzamos hacemos un viaje hacia oriente. La estética europea, que mezcla rasgos de la época del socialismo yugoslavo con los de la etapa austrohúngara, deja paso a la atmósfera otomana al llegar a la gran mezquita de Gazi Husrev-Beg.

Aquí comienza la Bacsarsija, el viejo bazar y centro histórico durante el imperio Otomano. Es imprescindible perderse por las callejuelas y curiosear entre tiendas y talleres de artesanos, mezquitas, olor de café, té y pipas de agua. También es lugar obligado para comprar en ella recuerdos: difícil de huir sin el equipamiento deportivo de la selección nacional de fútbol. El paseo desemboca en la fuente del Sebilj, símbolo de Sarajevo. Dicen que quien quiera volver ha de beber de la misma. Quienes hayan visitado Estambul encontrarán en la Bacsarsija la huella otomana. Pero es de noche cuando la magia de las luces, la música y los olores de los cafés escondidos entre minaretes nos transportan a un cuento de Las mil y una noches.

Degustar la deliciosa gastronomía bosnia es la excusa perfecta para atravesar el Miljacka y admirar la biblioteca nacional, auténtica joya de Sarajevo. La Vijecnica se reabrió en 2014, tras años de obras. Los chetniks la habían destruida e incendiado a cañonazos en el verano de 1992. El genocidio, para ser completo, también debía ser cultural. Unose puede ensimismar mirándola tras hartarse de platos típicos desde una ventana de la Casa del Despecho, un restaurante encantador al otro lado del río. Se llama así porque el dueño hizo trasladar la casa ladrillo a ladrillo desde un lado del río al otro. Esta fue la condición para permitir que en su terreno hicieran la biblioteca.

También es típico (¡y delicioso!) el ćevapčići, una especie de pita con morcillas de ternera, cebolla y queso. Los mejores los hacen en la Bacsarsija, pero, como resulta que los propietarios suelen ser musulmanes devotos, a menudo no se pueden acompañar con alcohol. No es ningún inconveniente porque cerca está la fábrica-restaurante de la Sarajevsko, la cerveza de la ciudad. Es sobre un manantial de donde la población extraía agua durante el sitio, sin que los acosadores lo supieran. La sensación es de estar en un lugar donde se reúne una parte de la clase media de Sarajevo. Hay ambiente y la música en directo ayuda a bajar la cerveza deprisa.

En este lugar también se encuentra el teleférico hacia la montaña de Trebevic. Fue destruido durante la guerra y se reabrió el año pasado. Ofrece unas vistas privilegiadas de la ciudad y lleva a algunas de las instalaciones olímpicas abandonadas a raíz del conflicto. Hoy son pisadas por los turistas como si fueran ruinas antiguas. Pasear por las pistas de ‘bobsleigh’ ayuda a reflexionar sobre la fragilidad de los tiempos y de la vida. Desde Trebevic se hace evidente cuán vulnerable era la ciudad a las piezas de artillería serbia, que castigaban diariamente la población civil desde sus posiciones privilegiadas. Todo bajo las órdenes del general Mladic y de Radovan Karadzic, el dirigentes político de los serbo-bosnios. Ambos cumplen cadena perpetua en La Haya por crímenes de guerra. Entre los cuales el genocidio de Srebrenica, del que es recomendable visitar la galería de homenaje que hay en la capital.

La Sarajevo humana

Desgraciadamente cuesta separar Sarajevo del sufrimiento sufrido por el asedio. Es fácil de comprobar si se habla con los habitantes de la ciudad. Todo el mundo recuerda aquellos días de infierno y de muerte, pero también de vida. Porque Sarajevo, incluso sitiada, fue capaz de seguir viviendo. Se organizaron conciertos, obras de teatro e, incluso, un concurso de Miss Sarajevo. ‘Do not let them kill us’, decían al mundo las mujeres. Ellas fueron las que más resistieron mientras los hombres luchaban en el frente.

En Sarajevo se pueden contar miles de historias humanas. La gente de aquí es hospitalaria, ávida de explicar y compartir unos recuerdos que tiene muy vivos. De llenar y rellenar los vasos de cerveza para vaciar el buche. También dejan adivinar las cicatrices y las heridas íntimas, que aún se tienen que cerrar. ‘Mientras no nos disparen, todo va bien’, dice a menudo Ervin , un guía entrañable que de niño se refugió en Valencia y que hace gala de ese humor negro tan característico de los bosnios. Descubrir la ciudad con él es un privilegio. O con cualquier otro vecino de Sarajevo, que amablemente os enseñará los populares ‘kafanes’, locales donde degustar la ‘rakija’, un potente aguardiente que pone a prueba a los más valientes. Pero para vivir una auténtica experiencia balcánica se debe visitar el Kino Bosna, el antiguo cine convertido en un magnífico espacio de música tradicional, charla y humo.

También vale la pena escaparse a las colinas que rodean la ciudad, o al famoso túnel que atravesaba secretamente el aeropuerto y permitía llegar a territorio libre. El tráfico de personas, armamento, medicamentos, comida y más artículos de contrabando fue continuo. Se puede visitar un pequeño tramo en el museo que hay junto al aeropuerto de Dobrinja. Barrio donde perdió la vida el fotoperiodista del diario Avui Jordi Pujol, a raíz del impacto de un mortero, en mayo de 1992. Fue el primer periodista muerto en el conflicto.

25 años de posguerra

Si sale a la conversación, también es habitual captar en los bosnios cierta ‘yugonostalgia’. El recuerdo dulce de los tiempos del mariscal Josip Broz ‘Tito’, el presidente yugoslavo que hizo de la fraternidad entre los diversos grupos nacionales una máxima de Estado. A los bosníacos les trajo el reconocimiento nacional y a Bosnia cuotas de bienestar. Ninguna otra república se resintió tanto de la desintegración de Yugoslavia. Aparte de este recuerdo idealizado, de Tito en Sarajevo hoy día queda una calle, un bar-museo y una nieta a quien la situación del país ha dejado atónita.

Y no sin razón. Los acuerdos de Dayton de 1995 detuvieron la guerra, pero no trajeron la paz. El país vive dividido en dos entidades autónomas vueltas de espaldas la una a la otra. La república Sprska, que reúne a la mayoría de serbo-bosnios según las fronteras que dibujaron las líneas de frente, anhela integrarse en Serbia. Los partidos nacionalistas siguen atizando la desconfianza y el enfrentamiento entre etnias. Y el Estado, ahogado por la burocracia y la corrupción, no funciona. Se mantiene en una parálisis política forzada por una constitución que más de dos décadas después se ha demostrado inútil para encarar los desafíos del país y resolver los graves problemas socioeconómicos. Por eso los jóvenes, que tratan de esquivar los odios que les legan los padres, abandonan el país en busca de una vida mejor.

Sarajevo no ha quedado al margen: la multiculturalidad ha salido dañada y las heridas del pasado aún escuecen. Sin embargo, la ciudad mantiene su espíritu y aún cautiva. Basta con uno de esos mágicos atardeceres de verano en el mirador de Kovaci. Contemplándola hasta el horizonte es fácil pensar que posiblemente Sarajevo marca sola el comienzo y el fin del siglo XX. Allí donde empezó la Primera Guerra Mundial y donde se hizo más evidente que Europa había dimitido de sus responsabilidades ante la humanidad, a raíz de su triste papel en las guerras de desintegración de Yugoslavia.

Desde el mirador, se hace evidente la belleza de los entornos de la ciudad, con las incontables casas que trepan por las montañas. También se distinguen los rastros del conflicto, con la multitud de cementerios que pueblan los cerros. En invierno las tumbas se confunden con la nieve, que regala imágenes de postal. Como las que captó el fotoperiodista Gervasio Sánchez durante la guerra. Pero la polución y el frío también causan una triste sensación de posguerra, veintidós años después. Que llega al tuétano de los huesos y de las emociones. Y que hace difícil vislumbrar tiempos mejores.

Escribía Juan Goytisolo: ‘Nadie puede salir indemne de un descenso al infierno de Sarajevo. La tragedia de la ciudad convierte el corazón, y quizás el cuerpo entero de quien la presencia, en una bomba preparada para estallar en las zonas de seguridad moral de quienes son directa o indirectamente culpables, allí donde pueda causar más daño’. Creo que, por suerte hoy sucede que nadie sale indiferente. De hecho, muchos nos hemos quedado enamorados, como cantaba Kemal Monteno, y no hemos podido dejar de volver una y otra vez.

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