San Sebastián ha muerto

En la primavera de 1930 se gestó, a impulso de Manuel Azaña, la formación de un frente unido de todos los partidos republicanos. Logrado en parte este objetivo, la situación estaba madura para que desde el Ateneo de Madrid -base de operaciones de Azaña- se convocara a los republicanos catalanes a un encuentro que se había de celebrar aquel verano en San Sebastián, lugar de veraneo preferido entonces por los pocos españoles que veraneaban. La reunión se inició a las cuatro de la tarde del 17 de agosto, en el casino de la Unión Republicana, con asistencia de Azaña y Lerroux por Alianza Republicana, Alcalá-Zamora y Maura por Derecha Liberal Republicana, Casares por la Organización Republicana Gallega Autónoma, Aiguader por Estat Català, Carrasco por Acción Catalana, Matías Mallol por Acción Republicana, y Felipe Sanchez-Román, Eduardo Ortega y Gasset e Indalecio Prieto a título individual. Nótese -no es irrelevante- que la presencia socialista -Prieto- era a título personal.

El tema capital -escribe Jesús Pabón- fue el de Catalunya. Lógico; era y es el problema español por antonomasia: la estructura del Estado. Aiguader “va començar fort“: “Les dije que si Catalunya se interesaba por la República, le interesaba más todavía su libertad nacional. Que aspirábamos a que la Revolución, como cosa consustancial con ella, aceptase la personalidad de Catalunya y el derecho de estructurar sus libertades”. Carrasco insistió: “A partir del nacimiento del nuevo régimen, Catalunya recaba su derecho a la autodeterminación y se dará a sí misma el régimen que le convenga”. Y, a partir de ahí -como dicen en Tudela-, se armó la de Dios es Cristo. Réplicas encendidas y contrarréplicas inflamadas, hasta que se llegó a un consenso -sin reflejo escrito-, lo suficientemente vago para que, concluida la reunión, cada cual pudiera interpretarlo a su manera. Según Maura, el acuerdo al que se llegó por unanimidad fue que la República no podía contraer más compromiso previo con Catalunya que el de llevar al Parlamento constituyente un Estatuto de Autonomía, siempre y cuando el pueblo catalán, consultado mediante elecciones libres, declarase que deseaba esta autonomía. Los catalanes, por su parte, firmaron un acta en el hotel de Londres, en la que se referían al “unánime y explícito reconocimiento, por parte de las fuerzas republicanas españolas (…) del principio de autodeterminación”. Se pasó luego a temas de organización e intendencia de la revolución, y esto fue todo. Azaña, Maura y Prieto se fueron a cenar a la Nicolasa, donde el alcalaíno constató por vez primera la legendaria capacidad del vasco para ingerir calamares en su tinta.

Este pacto de San Sebastián contribuyó a traer la República, hizo posible el Estatut de Catalunya y se desvaneció con la Guerra Civil. Sus contradicciones internas hicieron que no superase esta prueba terrible. Tres citas de Azaña bastan para dar una idea de lo que, pocos años después, pensaba una de las partes. Primera. “Producido el alzamiento de julio de 1936, nacionalismo y sindicalismo (…) usurparon todas las funciones del Estado en Catalunya. No sería justo decir que secundaban un movimiento general. Pusieron en ejecución una iniciativa propia”. Segunda. “Pi i Suñer es uno de los pocos políticos catalanes con quienes se podía hablar noblemente”. Tercera. En la entrada de su diario del 29 de julio de 1937, pone en boca de Juan Negrín -presidente del Gobierno- estas palabras: “Y si estas gentes van a descuartizar España prefiero a Franco. Con Franco ya nos entenderíamos nosotros, o nuestros hijos, o quien fuere. Pero estos hombres son inaguantables. Acabarían por dar la razón a Franco”.

Años después, al final del régimen franquista, pareció rebrotar el espíritu del pacto de San Sebastián. De un modo más o menos formal o difuso, la alianza entre la izquierda española y los nacionalistas periféricos renació al calor de la lucha contra a la dictadura. Otra vez la oposición a algo -en los años 30, a la monarquía; en los 60 y 70, a la dictadura- pareció dotar de una apariencia de unidad de propósito a una pluralidad de fuerzas que, como al final se ha demostrado, carecían de un proyecto de futuro compartido. Porque los nacionalistas ya no postulan una federación más o menos asimétrica que articule una casa común, sino que apuestan por la independencia, presentada como una transición nacional de destino tan elíptico como cierto. Y esta meta no se alcanza mediante pactos, sino que es el resultado de la dialéctica entre las fuerzas sociales en presencia, que se contemplan ya como adversarias. El destino de cada parte está en sus propias manos. Dependerá, entre otros factores, de su inteligencia para captar la realidad, de su prudencia para decidir y de su coraje para ejecutar, sin una mala palabra, sin un mal gesto y sin una mala actitud. Todos somos hijos de nuestros propios actos: las personas y los pueblos. En cualquier caso -y pese algunos recientes escorzos electoralistas-, que quede claro: San Sebastián ha muerto.

 

La Vanguardia