Por lo visto y leído, parece que en España están convencidos de que la sentencia del Tribunal Constitucional no va a tener grandes ni graves consecuencias en el corto y el medio plazo. Todo lo más, esperan una gran manifestación en la que los catalanes -creen que nos tienen bien calados- puedan desahogarse, senyeres al vuelo y cuatro proclamas independentistas, y punto final. La alegría con que Rodríguez Zapatero o Chacón han recibido el fallo, el tono desafiante del PP asegurando que nada de lo inconstitucional del Estatut se va a recuperar por la puerta de atrás, así lo sugieren. Incluso este parece si no el pronóstico, sí el deseo del PSC y del president Montilla, a los cuales gustaría una manifestación sin atributos, meramente emocional y sin relato, detrás de la bandera enmudecida de una nación que no cabe en la Constitución. Así, todo podría acabar en una típica flamarada, un foc d´encenalls, en la que se canalizara el emprenyament por la vía del exceso verbal y simbólico. En fin, en el peor de los casos, se trataría de pasar por el aprieto de un “aquelarre independentista”, como lo ha calificado despectivamente Duran Lleida, sin otras consecuencias que las de alimentar la caverna mediática española por unos días, a la espera de que la roja permita exhibir todos los atributos de la españolidad sin freno alguno.
Quizás. Pero creo que esta vez no va a ser así. Sólo desde una lectura de los hechos atrapada en un pasado cargado de ambigüedades como las que nos han llevado hasta este callejón sin salida, puede pensarse que todo va a solucionarse como en ocasiones anteriores: con más ambigüedad y mayor confusión. El fallo del Constitucional, la posterior sentencia fácil de adivinar y las interpretaciones políticas que hacen las fuerzas políticas españolas, no dan margen para muchas dudas: España ha cerrado la llave del desarrollo autonómico de manera unilateral, ignorando la voluntad de los catalanes y desautorizando todo el proceso de reforma estatutaria que, hasta hace pocas semanas, se insistía en asegurar que era “absolutamente constitucional”. Incluso los juristas catalanes más comprometidos con la Constitución española, como Miquel Roca, apuntan a que el fallo supone el fin de un pacto político fundacional que estaba abierto al desarrollo de las voluntades de unos y otros.
La consecuencia de todo ello es que ya no caben atajos constitucionales para conseguir aquello que el tribunal ha negado. Y va a resultar muy difícil convencer a nadie de que futuros pactos de gobierno permitirían conseguir objetivos como el concierto económico. Este tipo de razonamiento sigue anclado en la ambigüedad anterior al fallo del tribunal, y no tiene credibilidad alguna ni, por lo tanto, ningún futuro político. Como tampoco tienen credibilidad los empresarios que, el mismo día del fallo, pedían al gobierno de Catalunya que “se restablecieran los puentes y se recuperaran las complicidades con Madrid y España”. Parece que los mismos empresarios que piden que la política no dé la espalda a la ciudadanía, son los que luego mal aconsejan a los políticos desoyendo el clamor del país y situándose fuera de la nueva centralidad.
La manifestación del próximo sábado, por lo tanto, ya no sirve para presionar a los poderes constitucionales a favor de cambiar lo que ha quedado cerrado definitivamente. Una alternativa razonable para la voluntad de un mayor autogobierno y de un reconocimiento de Catalunya como nación con todos sus atributos y derechos dentro de España obligaría a un cambio en la Constitución, cosa absolutamente improbable dentro de un horizonte temporal asumible tanto para el tiempo de cálculo estratégico razonable de los partidos políticos como de vida de los propios ciudadanos. La otra alternativa, el inicio de un proceso tranquilo pero decidido hacia la autodeterminación, en estos momentos, no sólo parece lo más sensato, sino una vía más fácil que la reforma de la Constitución, porque sólo depende de la voluntad de la mayoría de los catalanes.
Estando las cosas así, una manifestación orientada al pasado, a reivindicar lo que ya está perdido, sólo serviría para aumentar la frustración y el enojo y, en lugar de acabar en un acto simbólico de desagravio, aumentaría las tensiones. No: esta manifestación apuntará hacia el futuro, positivamente, para cargar de energía la voluntad de emancipación nacional. Para empezar, estuvo bien la reacción inmediata hacia la sentencia, con celebraciones con cava y no con actos de protesta hacia las instituciones del Estado. Y el sábado próximo también deberían abandonarse reproches y resentimientos inútiles y movilizar todas las fuerzas hacia objetivos positivos y de futuro.
No se insista pues, contra toda evidencia, en decir que la sociedad catalana está irritada y que esto alimenta la desafección. Lo que se verá el próximo sábado, en una mayoría abrumadora de los asistentes, es a una sociedad catalana ilusionada con su futuro y capaz de un compromiso político como no se conocía en varias décadas. En estos momentos, actuar con seny no tiene nada que ver con la baja intensidad, como no lo sería pedir calma a la hora de tomar medidas ante la crisis. Es hora de actitudes enérgicas. El fallo y posterior sentencia del Tribunal Constitucional invierte el sentido de los conceptos: los falsos atajos ahora son los que llevan al pasado, y la insensatez es querer volver a los viejos puentes que ellos acaban de dinamitar. Dirijámonos al futuro, y que los nuevos puentes nos acerquen directamente a Europa.