«Tener razón y defender una causa justa no siempre te lleva de forma directa a la victoria, ni tampoco el uso de la fuerza, si no se utiliza, a la vez, la inteligencia política»
La convocatoria de elecciones al Parlament de Catalunya para el 12 de mayo, lejos de ser un obstáculo, un estorbo o una complicación, puede ser una oportunidad magnífica para empezar a salir de la noria y dejar de dar vueltas y más vueltas, sin avanzar hacia un lugar concreto, provocando desconcierto, decepción y fatiga. Este año hará ya siete desde el primero de octubre de 2017, la fecha más destacada en la historia de nuestro país, en cuanto a la voluntad de emancipación nacional, después de la derrota colectiva que se inició en Almansa, en 1707.
Contrariamente a lo que algunos piensan y afirman, el 1 de octubre de ese año, junto con el día 3 del mismo mes, no fue ninguna derrota, sino una victoria cívica, democrática, popular, es decir, nacional. El pueblo, la única estructura de Estado que de verdad teníamos, estuvo a la altura histórica del momento, como nunca antes, a lo largo de los tres últimos siglos. En todo caso, si hubo alguna derrota, ésta fue política y afectaría entonces a partidos e instituciones, pero no a la gente, a los ciudadanos anónimos, al pueblo. Comparado con el 14 de abril de 1931 y el 6 de octubre de 1934, fechas que se asocian casi en exclusiva a líderes concretos (Macià y Companys), el octubre de 2017 se vincula, sobre todo, al protagonista real: el pueblo anónimo de todas las edades, condición social y orígenes territoriales.
Desgraciadamente, la República Catalana que nuestro Parlamento aprobó no existe; el acuerdo parlamentario de proclamación nunca apareció publicado ni en el Boletín Oficial del Parlament de Catalunya, ni tampoco en el Diari Oficial de la Generalitat de Catalunya; la bandera española nunca dejó de ondear en la sede del govern catalá en el Palau de la Generalitat; no tuvimos el control real del territorio, ni parece que nos lo propusiéramos, y no nos reconocó ningún Estado. La lección aprendida es clara: tener razón y defender una justa causa no siempre te lleva de manera directa a la victoria, ni tampoco el uso de la fuerza (civil o militar), si no se utiliza, a la vez, la inteligencia política.
Cometimos errores monumentales, empezando por el desprecio ridiculizador de España, presentándola como algo de feria, menospreciando las estructuras de Estado que ellos sí tienen y que, con dinero nuestro, utilizan contra nosotros, pero que nosotros no tenemos: diplomacia profesional en todo el mundo, fuerzas armadas modernas de tierra, mar y aire, servicios de inteligencia activos y una maquinaria comunicativa demoledora. Tampoco se tuvo suficientemente en cuenta la magnitud del poso ideológico del franquismo, con el alcance, profundidad y transversalidad que ha demostrado tener en la sociedad española como reacción anticatalana de odio étnico. Y, en general, no se pensaba en la imagen de policías retirando urnas, por su impacto internacional negativo, y, menos aún, en las escenas de brutalidad policial y vandalismo uniformado, con correa o con toga, que sufrimos.
Por el contrario, sobrevaloramos la reacción democrática que confiábamos en las instituciones europeas, de las que no se esperaba un alineamiento tan decidido, y acrítico, junto a las autoridades españolas. Ningún portavoz de la UE fue capaz de condenar el uso de la violencia contra los ciudadanos europeos de Cataluña, mediante cuerpos policiales armados contra una población civil que tan sólo se proponía depositar su voto en una urna. Y, a pesar de levantar el estandarte del respeto al marco constitucional desde Bruselas, no hubo protesta alguna por la suspensión de una parte del bloque constitucional en Cataluña, con la aplicación del artículo 155, que recortó derechos y libertades. Conseguimos simpatía y prestigio en la opinión pública internacional, en muchos medios de comunicación y entre reconocidas personalidades en todo el mundo. Pero de parte de países que intuíamos amigos, no llegó con toda claridad la denuncia de la brutalidad policial y, de alguna forma, el reconocimiento del comportamiento cívico, pacífico y democrático de los catalanes.
Lo cierto es que fuimos al embate por la independencia con más patriotismo que ciencia y con más inocencia que puñetería, sin ser conscientes de que España estaría dispuesta a todo para impedirlo. Sería injusto cargar el muerto del resultado final sólo al govern y a los políticos, porque todos, sin excepción, sociedad, partidos, entidades y govern, nos fuimos realimentando, mutuamente, animándonos unos a otros en la marcha colectiva hacia la libertad. El pueblo, la gente, los protagonistas anónimos de la revuelta democrática empujaban, con todo el entusiasmo y con toda la valentía al govern de la Generalitat, convencidos de que éste ya iba haciendo los deberes elementales que todo proceso de independencia comporta.
Y el govern, a su vez, viendo el empuje civil infatigable, robusto, decidido, iba hacia delante, aunque, ay, nunca dijo que no tenía el trabajo tan avanzado como todo el mundo suponía. En medio del entusiasmo colectivo, cuando parecía que todo estaba a punto, nos lanzamos a la piscina cuando no había agua. Es, es decir, el día D, a la hora H, no teníamos ni complicidades internacionales (no sólo de Estados), ni apoyo financiero para una primera etapa, ni control de los puntos neurálgicos del territorio, ni plan eficaz alguno de comunicación, ni una estrategia de resistencia cívica y movilización popular, ni todo el entramado simbólico que, en estos casos, resulta imprescindible, decisivo y determinante. Y nos hicimos daño, justamente porque nada había preparado, ni dentro, ni fuera del país, una vez hecho y ganado el referéndum.
No podemos permitirnos, ahora y en el futuro, repetir los mismos errores, con improvisación permanente, sin disponer de un serio plan de acceso a la independencia, en todos los ámbitos, contemplando el máximo de escenarios posibles, y sin un mando único. Si volvemos a intentar zambullirnos en un palmo de agua, nos volverá a pasar lo mismo y el trompazo será idéntico. No lleva a ninguna parte la ausencia de una mínima estrategia realmente nacional, no sólo de los partidos sino del pueblo nacional, ni siquiera en el ámbito antirrepresivo, las descalificaciones constantes, si no insultos, entre los tres partidos. Entonces conseguimos movilizar a todo un pueblo y tomar la iniciativa, de modo que era España quien iba a remolque. Pero no fuimos capaces, a la hora de la verdad, de tomar las decisiones adecuadas.
Esta legislatura que ahora ha terminado empezó con el entendimiento de los tres partidos independentistas para escoger al president de la Generalitat, pero de las tres formaciones sólo dos formaron gobierno y, de estas dos, al final, sólo una ha terminado gobernando todo lo que ha durado la legislatura. Realmente, si lo hubieran diseñado nuestros enemigos, no habrían sabido hacerlo mejor. Esta mezcla de desbarajuste, constantes desavenencias y política de vuelo gallináceo ha tenido efectos devastadores sobre el estado de ánimo de la sociedad civil con conciencia nacional y voluntad emancipadora.
Es un error plantear las elecciones sólo como una valoración de la acción de gobierno, porque eso sí tiene sentido en los Estados nacionales con democracias consolidadas: Alemania, Suiza, Eslovenia… Gobernar mal hace perder votos, gobernar bien los mantiene y sólo gobernar muy bien aporta nuevos. Pero en nuestro caso, no se trata sólo de eso si, en serio, estamos en un proceso hacia la independencia. En este caso, el govern no debe ser sólo un buen órgano gestor, sino un gobierno con horizonte, un gobierno con épica, que excite a la gente y que sea consciente de que el 1 de octubre, el 3, en el aeropuerto y en La Jonquera, como en cada rincón del país, la gente no salía a la calle, ni se dejaba vapulear para reclamar el traspaso de cercanías, la supresión del impuesto de sucesiones o para oponerse al Hard Rock. La gente estaba en la calle por otra cosa y la gente joven salió cuando parecía que iba en serio: por la independencia.
Decían los viejos republicanos irlandeses, antes de la independencia de la parte sur del país, que las dificultades de Inglaterra son las oportunidades de Irlanda. Pues lo mismo podíamos decir de España y de Cataluña, como a menudo hacía Josep Benet. España no ha hecho, ni hará nunca nada, a nuestro favor, por convencimiento, sino por simple necesidad. Son un magnífico ejemplo, tanto la amnistía, como la normalización del uso de la lengua catalana en las Cortes españolas y en las instituciones europeas. Lo hacen ahora porque no tienen más remedio que hacerlo, si quieren seguir gobernando el Estado y es de lógica elemental que los partidos catalanes utilicen su capacidad de decisión para actuar a nuestro favor, ahora que pueden hacerlo.
El 12 de mayo, necesitaremos partidos y candidatos dispuestos a recuperar la confianza de la gente y obtener el voto popular, no con vaguedades, ni propuestas estrambóticas, ni promesas que saben que no cumplirán, sino con coraje, autoridad moral, capacidad de liderazgo y credibilidad política, para avanzar, desde un buen gobierno, hacia la independencia. Y liderazgos valientes, que sean referentes colectivos e interlocutores válidos frente a la comunidad internacional, a la altura de la madurez cívica de la sociedad catalana. Necesitamos gestos claros y no ambiguos, señales convincentes que congregan nuevamente a la gente, recuperando la iniciativa en torno a nuestro programa para dejar de ir a la defensiva contra las agresiones que significan los programas de nuestros adversarios.
Una política nacional valiente implica volver a llevar al Parlament, para ser de nuevo aprobada, toda la legislación social que, a pesar de mejorar las condiciones de vida de la gente, sobre todo de los sectores más desfavorecidos y territorialmente más desvalidos, ha sido anulada ante del Tribunal Constitucional. Y ver entonces qué hace la izquierda española en Cataluña y cómo se posicionan las fuerzas populistas, votando contra el pueblo. Son ellos quienes deben entrar en contradicción votando en contra y no nosotros, votando favorablemente en una cámara democrática. Y empezar a disponer de criterios claros sobre la plenitud de uso de la lengua catalana y su calidad, el ámbito territorial (Països Catalans) y aspectos clave como la seguridad y la defensa nacionales, sobre los que parece que los partidos no tienen opinión, como si fuéramos la única nación del mundo que no debe disponer de ella.
Como hemos visto a lo largo de la historia, no existe independencia sin esfuerzo, sin lucha y sin riesgo, sobre todo por parte de los liderazgos políticos que se produzcan. La capacidad de negociar con el Estado debe ser plenamente compatible con una administración del poder autonómico a beneficio de la mayoría social y territorial al margen de sus orígenes y lengua, pero también con gestos claros de fuerza cívica y política, siempre que sea necesario, camino de la independencia. El 12 de mayo debemos decidir, pues, si seguimos dando vueltas a la noria para no movernos de sitio, o bien si salimos y emprendemos nuestro propio camino hacia la libertad nacional. Con políticas claras, firmes y decididas la gente seguirá, porque la gente está ahí y espera. Por eso, pasado el centenario del poeta Gabriel Ferrater, me tomo como un homenaje al poeta de Reus este verso dedicado a quien corresponda: “¡Osa poder ser fuerte, y no te pares!”. Porque la gente está en ello.
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