Un exitoso programa humorístico de la televisión vasca ha logrado incluir a Salamanca en el centro de una de sus secciones fijas, destapando en sus entregas semanales las esencias de una población que representa los ideales de una España tan trasnochada como presente. No hay duda que la comparación con otras “cualidades” de Salamanca es fruto de la casualidad. Los guionistas eligieron a Salamanca como podían haber designado a Valladolid, Zamora o Plasencia. Sin embargo, acertaron. Hoy, tras la constatación de esas “cualidades”, Salamanca, con su alcalde a la cabeza, es sinónimo de intolerancia, fanatismo y reivindicación de las más puras esencias del franquismo más terrorífico. Y que me perdonen los hijos y las hijas de esta población castellana que no se alinean con la doctrina de sus rectores.
La conversión de Salamanca en el símbolo del horror franquista (haciendo la competencia al bochornoso Valle de los Caídos), ha tenido su último capítulo en las conclusiones de una comisión de expertos que ha determinado en un viejo litigio sobre la pertenencia de unos papeles robados por las tropas del dictador Franco en Barcelona a lo largo de 1939. La reclamación histórica de la Generalitat es del todo conocida, así como las posturas de la administración local y regional de Salamanca.
Los primeros, siguiendo las determinaciones de organismos auspiciados por Naciones Unidas, reclamaban parte de su patrimonio sustraído en una guerra en la que una de las facciones (aliada del fascismo derrotado en la Segunda Guerra mundial) aprovechó su posición para violar con impunidad los tratados internacionales al respecto. La Generalitat hizo lo que han hecho otros afectados por los robos sistemáticos de las tropas de Hitler en Europa. Los segundos, es decir las autoridades de Salamanca, se niegan a devolver el patrimonio expoliado con argumentos tan peregrinos como peligrosos porque el alcalde de Salamanca no está haciendo sino apología del golpismo, defensa de la fuerza como medio para conseguir lo que le venga en gana y, en última instancia, sin dejar de olvidar la época que nos ocupa, apología del genocidio.
Sé que la última frase contiene una cuantiosa y profunda carga política. A más de uno le parecerá excesiva. Me reafirmo en ella, consciente de cada una de sus letras. ¿Por qué se permiten en España homenajes a la Legión Cóndor prohibidos en el resto de Europa? ¿Por qué un ministro de Defensa es agredido por manifestantes que reclaman la vuelta de Aznar? ¿Por qué las cruces gamadas son el símbolo de forofos futboleros? ¿Por qué un grupo de falangistas confesos tiene permiso para recibir al presidente del Parlamento vasco en su visita al Parlamento hispano?
Las preguntas se agolpan. La respuesta es única. España no ha roto con el franquismo. No ha roto con su historia, con sus códigos políticos, con sus formas, con sus símbolos… No lo ha hecho aunque fuera formalmente como lo hicieron en Francia con la era de Pétain (más de un millón de encausados por colaboracionistas), en Alemania con la de Hitler, etc. España is different como decía aquel eslogan franquista para justificar su posición medieval en el siglo XX.
El Archivo de Salamanca, cuya paternidad, existencia y gestión reivindican los neofranquistas (nada desdeñables en cifras, que nadie lo olvide), es la cara documental del Valle de los Caidos. Ahora que, con muchas dificultades es cierto, vamos avanzando en la terrorífica constatación de que en el Valle de los Caidos fueron enterrados los restos de miles de republicanos fusilados “irregularmente” por el franquismo, sin el permiso y conocimiento de sus familias, no cabe duda de que los papeles de Salamanca sirvieron para matar. Impunemente.
El Archivo Histórico de la Guerra Civil, ubicado en Salamanca, nació en 1937. Fue el primer fondo de la recién creada Oficina de Investigación y Propaganda Anticomunista (OIPA), absorbida poco antes del verano de ese año por el Servicio de Recuperación de Documentos (SRD). La primera actividad del SRD ocurrió, precisamente, a la caída de Bilbao, en junio de 1937. Todas las sedes institucionales, así como las de las formaciones políticas y sindicatos fueron asaltadas y sus fondos documentales transferidos por los fascistas a dos conventos que los jesuitas regentaban en Salamanca.
Con toda esta documentación en poder de Franco, los tribunales militares condenaron y mandaron al cadalso a cientos de milicianos, hasta que en 1940 fue creado el Tribunal para la Represión de la Masonería y el Comunismo, organismo que se hizo cargo de los fondos. En los años siguientes de la posguerra el archivo de Salamanca se convirtió en la base coercitiva del régimen franquista, en todo lo concerniente a la represión de los leales a la República.
En el Archivo de Salamanca, las listas y relaciones aún conservan sus orígenes, con anotaciones al margen, tachaduras, comentarios despectivos y toda clase de epitafios añadidos por los represores de entonces. En 1977, con la incorporación de este archivo al ministerio español de Cultura, la transición y puesta en escena de los 16.113 legajos políticos fue encargada a un Patronato presidido por uno de los historiadores del fascismo, el coronel Ramón Salas Larrazábal, voluntario en 1936 en las filas de Franco y, más tarde, en la División Azul que combatió junto a las tropas de Hitler en la URSS.
En consecuencia, los archivos de Salamanca no son, como dice su nominación oficial, los archivos de la guerra civil. Los archivos de Salamanca son, por un lado, la expresión de un expolio y, por otro, la del terror franquista. Reivindicar en 2005 la existencia, los fondos y la filosofía de semejante engendro, tal y como lo hace el alcalde de Salamanca y parte de su sociedad, es hacer, como he afirmado antes, apología del genocidio.