El proceso de modificación de fueros inaugurado por la Ley de 25 de Octubre de 1839 y que, tras quedar establecido el procedimiento del mismo en el Real Decreto de 16 de noviembre de 1839 (por el que la Diputación Provincial, ya no del Reino, se erigía en negociadora exclusiva del mismo, según la hoja de ruta fijada por Yanguas y Miranda), culminaría en la Ley de 16 de Agosto de 1841, se topó con la refutación de Ángel Sagaseta de Ilurdoz, quien entre 1814 y 1833 había sido exsíndico del Reino, siendo destituído y expatriado ese último año por sus connivencias con el carlismo.
En diciembre de 1839 finalizó desde su destierro en Valencia la redacción de un folleto que vería la luz en Pamplona al año siguiente y en el que se recordaban los requerimientos que los cánones constitucionales del Reino establecían para cualquier modificación del estatus político-institucional de Navarra. Esa obra se titulaba Fueros fundamentales del reino de Navarra y Defensa legal de los mismos. La obra fue secuestrada inmediatamente por las autoridades, que la calificaron como de “folleto incendiario en favor de los fueros netos”, razón por la cual se conservaron poquísimos ejemplares del mismo, con lo que el debate público acerca de la cuestión quedó sesgado, entonces y durante décadas.
El folleto de Sagaseta consta de dos secciones. En la primera de ellas resume en 13 títulos y 63 artículos los postulados esenciales de la Constitución Histórica de Navarra, esgrimiéndola como algo en vigor y que se erigía como la legalidad constitucional que había forzosamente que respetar. Los aspectos más importantes que se remarcan son: el carácter eqüeprincipal de la unión entre el Reino de Navarra y la Corona de Castilla, “reteniendo cada uno su naturaleza antigua así en Leyes, como en territorio y gobierno” (Art. 2); la permanencia desde 1512 de Navarra como “Reino de por sí”, manteniendo su legislación propia y como “Reino distinto en territorio, jurisdicción, Jueces y gobierno de los demás Reinos del Rey de España” (Art. 3); la cosoberanía legislativa de las Cortes de Navarra con el monarca (Art. 10); y la necesidad de que las Leyes se hicieran “a pedimento, y con voluntad, consentimiento y otorgamiento de los tres Estados” (Art. 11).
En la segunda parte del folleto, Sagaseta subraya que, como consecuencia de la legalidad constitucional propia, las Cortes españolas debían haberse limitado al reconocimiento íntegro y completo de los fueros navarros, sin perjuicio de que pudieran haber aconsejado a las Cortes navarras para una reforma de los mismos que considerara la “libertad nacional” de los españoles en aras de lo más conveniente para “formar una misma familia”.
En conformidad con el estatus de Navarra dentro de la monarquía hispánica en los tres siglos anteriores por el que el Reino navarro era una monarquía constitucional de por sí, unida eqüeprincipalmente a la Corona de Castilla, Sagaseta comenta que “ningún otro reino, por estenso que sea, por formidable que aparezca, tiene derecho para dictar providencias al mismo, introducir novedades, confirmar ni modificar sus Fueros o Constitución, sujetarlos a convenio, ni variar la Diputación permanente, sean todo lo defectuosos que se quiera, necesiten enhorabuena reformas, reclámenlas imperiosamente las tan ponderadas luces del siglo: todo ello será peculiar y privativo de los tres Estados de dicho reino, obrando por sí solos, sin fuerza, sin intervención, sin concurso de ningún otro reino”.
Para reforzar sus argumentos, menciona los ejemplos, como monarquías constitucionales confederadas, de Escandinavia y de Austria-Hungría, para terminar concluyendo que: “Si Navarra necesita reformas, si le conviene variar su Constitución, y establecer nueva unión con la Corona de Castilla lo sabrán hacer sus tres Estados: no hay otro medio justo, legítimo, estable y político. El Reino de Navarra legítimamente congregado no ha autorizado a persona ni corporación alguna para que pueda variar sus Fueros: no necesita que nadie por autoridad propia le introduzca mejoras, aunque sean reales y efectivas: tiene derecho de gobernarse de por sí, y tiene dadas pruebas inequívocas de que sabe adoptar las medidas que reclaman las luces del siglo”. Como se ve, por lo tanto, Sagaseta se abría a la posibilidad de reforma de las Cortes navarras en sentido liberal, decidida por ellas.
Carecemos prácticamente de testimonios sobre la recepción de estas tesis entre la opinión pública navarra en el plano temporal más inmediato. Solo conocemos la carta de apoyo de Benito Antillón, exmiembro de la Diputación del Reino, en la que indicaba su estupefacción por la prohibición del opúsculo por querer “probar que el Reyno de Nabarra tiene una constitución y tan respetable como lo puede ser la de la Gran Bretaña y que sus relaciones y unión y tratados con la España constitucional deben ser los mismos que fueron con la Monarquía absoluta de España”.
Las posturas de Sagaseta en pro de los cánones constitucionales navarros que dictaban que la soberanía legislativa y la capacidad de alteración de aquellos era compartida entre los Tres Estados navarros y el Rey encajaba con los posicionamientos de varios juristas navarros de la época que utilizaron la expresión “Constitución de Navarra” para referirse al entramado políticoinstitucional navarro, así como con la lógica del constitucionalismo autóctono y con los diferentes pronunciamientos de la Diputación del Reino ante las posibilidades de modificación de aquella suscitadas por las asambleas parlamentarias constituyentes españolas en los años y décadas anteriores.
El discurso de Sagaseta dará lugar al reintegracionismo o treintaynueveunismo, entendido como denuncia del procedimiento empleado en el proceso de modificación de fueros, calificándolo de ilegal e ilegítimo, y como deseo de recuperación del marco políticoinstitucional previo a la ley de 25 de octubre de 1839 y de restauración de las facultades e instituciones perdidas entonces. Conformó una tradición de amplio seguimiento en Navarra en el siglo y medio posterior, reivindicada sobre todo (pero no solo) por el carlismo y el nacionalismo, entroncando con lo sucedido en diversas naciones europeas entre 1830 y 1905. Miguel Herrero ha advertido de la transformación en sentido democrático de las instituciones históricas representativas en diversos países (Inglaterra 1832, Hungría 1848, Suecia 1866, Finlandia 1905), así como del mismo concepto de derecho histórico, tanto en la doctrina como en la práctica, tal y como demuestra el argumentario de Noruega al escindirse de Suecia, a la que se encontraba unida desde 1814, a través de la invocación del mismo. En esos países la utilización de los derechos históricos respondió a un replanteamiento de la historia para la afirmación de una identidad nacional, posibilitando casos de adaptación a las nuevas situaciones a través de las antiguas instituciones. Miguel Herrero también aludió al papel desempeñado por los formuladores centroeuropeos de la tesis de los Derechos Históricos como el conde Scecsen o como Joseph van Eótvos en relación con la reivindicación de los mismos, tras su desaparición por la acción del absolutismo en unos casos o por los efectos de acuerdos internacionales en otros, reclamando su “restablecimiento y reintegración alegando la imprescriptibilidad de unos derechos de los que la fuerza les privó, pero de los que entendían no habían hecho dejación alguna”.
Todo ello sin olvidar tampoco que incluso el mismo constitucionalismo liberal español decimonónico, comenzando por la Constitución de Cádiz, tal y como han mostrado diversos autores, estuvo trufado de elementos devenidos del constitucionalismo historicista castellano formulado en las décadas anteriores por Campomanes y Jovellanos, elevando la monarquía, la religión católica y la unidad de la patria y la conformación unitaria del Estado a categorías constitucionales fuera de toda discusión.
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