“Dios le dijo a Abraham: toma a Isaac, tu único hijo que tanto quieres, y vete al país de Morià. Allí, en lo alto de la montaña que yo te indicaré, ofrécemelo en holocausto (Génesis, 22). Sacrificar a un hijo por Dios –o al menos estar dispuesto a hacerlo– forma parte del bagaje mental más profundo, seguramente ya inconsciente, de la mentalidad judeocristiana. Es la prueba suprema de compromiso y lealtad. No se renuncia a un hijo, o a la posibilidad de tenerlo, por cualquier cosa. Es lo que pensé el domingo al leer en el ARA el artículo “No quiero tener hijos para no contribuir al cambio climático” (1), que firmaba Mònica Bernabé. En este texto, por ejemplo, una mujer vegana afirmaba: “Aunque eduques a tus hijos con los mejores valores, en la adolescencia siempre hacen lo contrario de lo que dicen los padres, y quizás genero una cadena enorme de carnívoros”. Por supuesto, “los mejores valores” son los veganos. Todo ello no parece tener mucho que ver con el neomaltusianismo ni con nada que se le parezca remotamente, sino más bien con el ‘New Age’ de siempre pero ahora en la versión apocalíptica, que tan bien ha descrito Pascal Bruckner en ‘Le fanatisme de l’Apocalipse’: “El planeta está enfermo. El hombre es culpable de haberlo devastado. Tiene que pagar. Esta –dice Bruckner– es la vulgata popular hoy en el mundo occidental”. Tiene que pagar, sí, y en ese caso el precio es alto: la maternidad.
Entre los que se muestran críticos con uno de los axiomas básicos del humanismo clásico –es decir, con la diferencia irreductible del ser humano en relación al resto de cosas, animadas o inanimadas, que contiene el planeta–, algunos insinúan que en ciertos sistemas operativos muy sofisticados comienzan a aflorar indicios de conciencia. De probarse, esto cambiaría radicalmente las reglas del juego, por supuesto. Otros críticos con el humanismo creen que los humanos somos “una plaga” –la plaga humana– que destruirá El Planeta (ahora lo escribo en mayúscula porque ya hablamos de una entidad sacralizada). Este “sujeto astronómico” resulta históricamente inesperado; en el imaginario postreligioso sustituye a ‘La Naturaleza’, que por su parte ya había sustituido hace años a ‘La Humanidad’. El ser humano pasaría a caracterizarse sólo por unos rasgos morfológicos y genéticos que no difieren demasiado de los de un chimpancé o de un bonobo y, en consecuencia, no son significativos. Un ser humano dispone de unas capacidades cognitivas mucho más sofisticadas que las de un perro, pero esto no implica la existencia de una estricta frontera entre personas y animales, sino una simple gradación. Un chimpancé o un delfín son más inteligentes que una lagartija, pero ésta tiene más capacidades que un gusano o una mosca.
Desde esta perspectiva no existe, por tanto, una línea divisoria entre personas y animales entendidos en su globalidad, sino sólo una escala, tal y como lo afirma, entre otros, el filósofo inglés John Gray. Como no podía ser de otra forma, el razonamiento antihumanista de Gray se atasca en la cuestión del lenguaje articulado o de la creación y uso de tecnologías complejas. Llega a decir: “El humanismo es una religión secular improvisada a partir de los restos en descomposición del mito cristiano”. Gray defiende la teoría de Gaia que propuso James Lovelock (2). Es un ejemplo claro de planetismo (3). El ‘planetismo’ –parafraseando ahora a Gray en modo sarcástico– es una religión improvisada a partir de los restos en descomposición del mito romántico de ‘La Naturaleza’ (la de Hölderlin, no la de Newton). Visiones de la naturaleza –ahora sin mayúscula sacralizadora– hay unas cuantas, incluida la científica. Hoy coexisten confusamente.
En todo esto hay algo que chirría… El perfil de mujeres que han sacrificado su maternidad al dios Planeta coincide, sospechosamente, con el de las que hacen cosas radicalmente contrarias a la sostenibilidad real (no a la sostenibilidad cosmética). Les pongo sólo un par de ejemplos, pero podrían ser docenas. El usuario habitual –no esporádico– de Glovo (4) es… una mujer milenial de 36 años, con estudios universitarios, que mira muchas series y está en Instagram. El perfil del turista que va a Islandia o Vietnam (5), y no a Salou o a Platja d’Aro, también es un milenial. Una exestudiante me explicó hace unos años que su conciencia ambiental le había llevado a observar ballenas en la Antártida junto a otros amigos que compartían las mismas inquietudes. En ningún momento dudó de la coherencia de sus actos, o por lo menos eso es lo que me pareció. Quizás, de hecho, la clave de la cuestión radica en la diferencia entre sostenibilidad real y sostenibilidad cosmética. Quizá el centro del debate sea, de hecho, éste: la cosmética. Quizá, en el fondo del fondo, todo esto sea una gran comedia de occidentales sobrealimentados pero interpretada como si fuera una inminente tragedia.
(1) https://www.ara.cat/internacional/no-vull-fills-no-contribuir-canvi-climatic_1_4623221.html
(2) https://www.ara.cat/opinio/james-lovelock-ciencia-planetaria-merce-piqueras_129_4448386.html
(3) https://www.planetisme.net/2015/11/planetismo.html
ARA