Empecemos por el referente más viejo de los tres que evocaremos aquí. Mucho antes de que se hablara de Eurasia, mucho antes del ideólogo del actual imperialismo ruso, Aleksandr Duguin, líder del partido neofascista que lleva justamente ese nombre (Евразия; por cierto, el parecido de su logo con el de Falange Española llama la atención), el Imperio Otomano ya representaba a la perfección este concepto borroso. De hecho, todavía hoy, Turquía tiene una parte de su territorio en Europa y otra en la península de Anatolia. Según Marx, existe una manera asiática de entender las cosas: cuando hablaba del “modo de producción asiático” y lo distinguía del romano y del germánico, se refería a esta especificidad, inseparable de lo que llamaba “despotismo asiático”. Esta denominación más o menos racista fue sustituida después por la escolástica marxista por la más neutra “despotismo comunal”. Los turcos, con ese imperio suyo que iba desde Bosnia hasta el Caspio, tenían una costumbre denominada ‘devşirme’, clave para entender una de las peores atrocidades que ha hecho Putin, como veremos ahora. El Imperio Otomano reclutaba a la fuerza a niños pequeños, en general de entre seis a ocho años, provenientes de los territorios cristianos del oeste. La mayoría acababan perteneciendo al cuerpo militar de los jenízaros. Muchos provenían de familias nobles europeas. Algunas se convertían al islam para evitar, a menudo infructuosamente, ese secuestro. Estamos hablando del siglo XVI o XVII, por ejemplo. Pero Vladimir Putin ha hecho esto en pleno siglo XXI. La cifra oficial es de 16.200 niños secuestrados.
El segundo referente es históricamente más reciente, aunque quizá sea el que mejor explica una de las causas directas de la invasión y devastación de Ucrania por parte de los albaceas de la antigua Unión Soviética, es decir, de la Federación Rusa. En 1954, el entonces secretario general del PCUS, Nikita Jruschov, decidió traspasar la soberanía de la península de Crimea de Rusia a Ucrania. Hay que tener en cuenta que en ese momento formaban parte del mismo país y no había ningún indicio de que hiciera pensar que acabarían separándose. Pero ya lo ven… El sátrapa ruso actuó así por cuestiones más o menos prácticas de carácter administrativo (abastecimiento de agua y energía, etc.) pero también por la mala conciencia sobre el Holodomor, el genocidio que Stalin perpetró en Ucrania y que causó la muerte, en general por inanición, de entre 1,5 y 4 millones de personas. Por supuesto, este segundo asunto nunca se verbalizó en relación con los motivos de la cesión territorial. Pero la población de Crimea era y es mayoritariamente rusa, no ucraniana. Sea como fuere, este territorio es un compendio de viejos agravios cruzados, aunque todavía a flor de piel. Para Putin y para los rusos por lo general es algo más que una pequeña península, y para Zelenski y los ucranianos, también. Hay territorios en los que un país se juega el futuro, y otros donde se juega… el pasado. Obviamente, los segundos despiertan mayores pasiones.
El tercer referente es mucho más reciente: ocurrió hace sólo 29 años y tiene que ver con la siempre tenue línea divisoria que separa la candidez de la buena voluntad. A mi modesto entender, la invasión de Ucrania comenzó exactamente el día cinco de diciembre de 1994 en Budapest, cuando la nueva república ucraniana cedió todo su considerable armamento nuclear a la Federación Rusa. La invasión era sólo cuestión de tiempo. Conviene recordar, porque no es nada anecdótico, que Ucrania era en ese momento la tercera potencia nuclear del mundo. Conviene recordar igualmente que el Memorándum de Budapest, firmado por Rusia, garantizaba de forma explícita el respeto a los límites territoriales de Ucrania, Crimea incluida. Nada de nada.
Y ahora hay que formular una pregunta que el pacifismo naif ha querido obviar: ¿la invasión de Ucrania resultaba imaginable en caso de que este país hubiera conservado una parte, o la totalidad, del armamento nuclear que existía en su territorio? Me parece que la cuestión se responde sola. Antes he escrito “pacifismo naíf” porque hay otro pragmático que también está en contra de la guerra, pero sin participar en un buenismo fantasioso. Las campañas “pacifistas” que orquestó, siempre conteniendo la risa, la antigua URSS (la última fue contra la bomba de neutrones a principios de la década de 1980) sólo buscaban el desarme unilateral de los demás, y lo hacían a través de gente de los países occidentales que casi siempre no sabían exactamente a qué juego estaban jugando. En ese momento, Putin trabajaba en el KGB: sabe de qué va, pues, todo esto. De hecho, actúa con la misma eficacia propagandística de aquel tiempo, lo que no deja de ser meritorio.
ARA