Ricard Vinyes (Barcelona, 1952) es un historiador raro. A diferencia de algunos de sus colegas en España, no se le ocurriría defender su disciplina como la única capaz de llegar a la verdad objetiva del pasado. Tampoco le molestan las reclamaciones del movimiento de la memoria. Es más, celebra que los ciudadanos comunes se involucren en los debates sobre lo que se recuerda y conmemora. Y está convencido de que es tarea del Estado permitir esa participación y gestionar los conflictos que genera. Eso sí, rechaza el cliché de que haya un “deber de la memoria”. En su lugar, propone la noción de la memoria como derecho civil. Todos los ciudadanos que así lo deseen deben poder participar en la construcción de la imagen del pasado.
Catedrático de Historia Contemporánea en la Universitat de Barcelona, Vinyes llegó al gran público en 1998 con una biografía de un militante del PSUC (El Soldat de Pandora), y en 2002 causó revuelo con su investigación sobre el trato abusivo de mujeres republicanas y sus hijos en las cárceles franquistas, trabajo plasmado en su libro Irredentas y en el documental Els nens perduts del franquisme, producido para TV3 por Montse Armengou y Ricard Belis. Desde entonces, ha asesorado a varios gobiernos —el español, el catalán, el vasco y el chileno— sobre políticas de memoria. Hace una década fue uno de los artífices del Memorial Democràtic, la entidad gubernamental creada por la Generalitat para recuperar y fomentar la memoria de la República, la Guerra Civil, la dictadura y la Transición. Desde noviembre de 2015 es Comisionado de Programas de Memoria del Ayuntamiento de Barcelona, puesto en el que sucedió a Xavier Domènech. No ha rehuido la polémica, sea sobre el callejero de la capital catalana o sobre el Born, donde en octubre pasado se inauguró una exposición sobre monumentos y espacios públicos que incluía una estatua de Franco, ecuestre y decapitada, por la que se llegó a exigir su dimisión. (El debate alcanzó estas páginas con textos de Nuria Alabao y Jordi Graupera).
En el último año de la segunda legislatura de Zapatero, Vinyes fue nombrado miembro de la Comisión de Expertos encargada de repensar el Valle de los Caídos. Su informe —que, entre otras cosas, recomendaba sacar al cadáver de Franco— fue entregado en noviembre de 2011. Desde entonces duerme en un cajón, aunque puede que pronto se rescate. La misma semana que el Parlamento español debatía el tema del Valle, a comienzos de mayo, Vinyes nos atendió por teléfono desde su casa en Barcelona.
Para usted la memoria es un derecho más que un deber.
He defendido que esta es la perspectiva que debe informar las políticas públicas de memoria implementadas desde la administración. Pero no es necesariamente la perspectiva que deba adoptar una iglesia, una confesión religiosa, un partido o una comunidad determinada. Para una confesión, la memoria puede muy bien ser un deber. Por ejemplo, para los judíos lo es; esto no tiene mayor problema. El origen de esta posición mía está en un rechazo a la política de la memoria francesa, así como a las políticas de la memoria que en los años 90 se practicaban en el Cono Sur. Francia ha sentido la necesidad de promulgar leyes memoriales como las que prohíben negar el Holocausto o el genocidio armenio. Me pregunto para qué han servido estas leyes; la penalización memorial no es deseable ni útil, y no es más que la respuesta, insegura, a un fracaso. Son tan inútiles como la decisión reciente del Gobierno austriaco de derruir la casa de Hitler para que no se convirtiese en un lugar de culto. Si después de muchas décadas de sistema democrático todavía hay miedo de que la casa de Hitler se convierta en lugar de culto, algo ha funcionado mal. Las leyes memoriales revelan la incapacidad de asumir que la memoria es conflicto, y que la misión de la Administración es gestionar ese conflicto en lugar de decretar su abolición, como hizo Enrique IV en 1598 con el Edicto de Nantes, que pretendía la pacificación memorial por medio de la prohibición de mencionar el conflicto religioso.
Pero hay otra dimensión. En realidad, a partir del Estado de Derecho, la única política que es posible en cualquier ámbito —sea la sanidad, la educación, etc.— es la garantista. La administración lo que debe hacer es dar garantías para que los ciudadanos puedan tener buena salud, una buena educación y, en el campo que estamos tratando, acceso a la construcción de una memoria pública. Esto significa, desde la administración, tener una política que garantice la actividad de las entidades memoriales y de los ciudadanos que sin estar encuadrados en estas entidades están interesados en la memoria democrática y contribuir a construir la imagen del pasado; una programación que permita el acompañamiento de los temas memoriales que estén en alza; etc
La memoria no es historia; es la imagen del pasado públicamente construida. Con todos sus conflictos. Pero, claro, ahí tenemos un primer gran problema. Porque los conflictos a las administraciones no les gustan. Prefieren evitarlos o pacificarlos. Y eso es imposible. Porque acaban estallando. Elisabeth Jelin ha puesto a España como ejemplo de ese estallido procedente de la pacificación. La memoria de la Guerra Civil y del franquismo se pacifica en los ochenta y estalla —pésimamente— en el siglo XXI. Por eso es importante contestar esa necesidad de pacificación que tienen las administraciones, que es contraria a un criterio político garantista, propio del Estado de derecho. La pacificación, el silencio o el olvido inducido enajena la ciudadanía y conlleva a menudo conflictos con tensiones innecesarias porque impide a los ciudadanos participar en la construcción de una imagen del pasado.
Este es el fundamento de la noción de la memoria como derecho. Pero lleva asociada una pregunta básica, central: ¿quién tiene la autoridad de memoria? Para mí, la respuesta es obvia. La autoridad de memoria la tiene el Estado de Derecho.
¿El Estado? ¿Encarnado en qué instituciones?
En el conjunto de la administración. Porque es el único que puede hacer de árbitro. También ocurre en otras áreas: ¿quién tiene la autoridad sanitaria? El Estado de Derecho, es decir: el Gobierno, con sus políticas. Es el único que puede regular y garantizar la concurrencia de memorias. Las leyes memoriales son inadecuadas: son un mal uso de la autoridad del Estado. No hay que prohibir la concurrencia. Lo único que es posible prohibir es la apología de un modelo, esa es la línea roja que nunca debería cruzarse. Es necesario retirar un monumento a cualquier dictador o responsable de genocidios diversos, puesto que un monumento o el nombre de una calle expresan unos valores que se suponen ejemplares.
Entiendo que, en este modelo, el Estado permita que entren actores diferentes, como por ejemplo las asociaciones de víctimas, en la construcción de la memoria pública. Pero ¿qué papel tienen entonces los historiadores profesionales? ¿Se reducirían a una voz entre varias?
Son discursos diferentes. El historiador tiene unos protocolos y unas estrategias y unos determinados controles de sí mismo y de sus propios discursos. Una asociación memorialista —no necesariamente de víctimas— también los tiene. No son ni mejores ni peores, sino simplemente distintos. Algunos historiadores —colegas míos, apreciadísimos por otra parte— hacen algo que, en mi opinión, es nefasto. Tratan historia y memoria como entes antagónicos, presentando la relación entre historia y memoria como una relación entre ciencia y superstición. Es regresar a la antigua dicotomía entre alta cultura y baja cultura, algo muy cansino que entorpece la comprensión profunda de la cultura política y la construcción de identidades. Sobre eso, hace muchas décadas, Raymond Williams escribió páginas verdaderamente luminosas que algunos deberían volver a leer. Historia y memoria son estrategias distintas, pero ambas sirven para construir una identidad y para conocer, para interpelar. En ese sentido, historia y memoria comparten una cosa importantísima: la gestión del pasado. Esto se olvida con demasiada frecuencia. Quien controla la historia controla el conocimiento y por tanto formas importantes del poder cultural. Quien controla la memoria controla las identidades y por tanto el poder. Es decir, en la medida en que comparten la gestión del pasado con estrategias distintas, comparten la gestión del poder en su forma narrativa, de relato, y por tanto dan sentido a la acción, cualquiera que sea esta.
El historiador o el crítico literario o el antropólogo —cualquier persona del ámbito de las ciencias sociales o las humanidades— analiza los procesos de memoria. Lo que propuso a principios del siglo XX Maurice Halbwachs, el gran sociólogo francés, fue establecer que la memoria no es un fenómeno psicológico, como los sueños, sino que la memoria es un fenómeno histórico. Los sueños “vienen”, la memoria no. La memoria se construye. Y por tanto es susceptible de ser estudiado históricamente. Esa constatación marca un antes y un después. A mí me gustaría que los que no se cansan de citar a Halbwachs lo leyesen de una vez. Porque la conclusión que saca sobre la historicidad de la memoria es muy clara. No es ningún misterio: la memoria surge de un proceso social. Por eso a mí me duele muchísimo ver discursos de confrontación entre memoria e historia.
¿Se han dado más en España que en otros países europeos?
Sí, y creo que es por desconocimiento. Hay lecturas que no se han hecho aquí. No entiendo esa obsesión que algunos expresan con la memoria histórica. Intentar tomar esa expresión, “memoria histórica”, como un concepto duro que tiene que ser triturado es, a mi modo de ver, pueril, superficial. Primero, porque “memoria histórica” no es un concepto. Es una expresión. Segundo, porque la manera en que es usado —y su uso es lo único que debe importarnos— es como metáfora. La idea de “memoria histórica” como se está empleando en la calle es un tropo que expresa un deseo —espléndido, por otra parte— de conocer y de saber cosas de un periodo determinado. No le demos más vueltas. Desafortunadamente, las poquitas discusiones que ha habido en España sobre la memoria han sido de bajo nivel. Y han ido por derroteros muy poco fecundos.
Además, el debate surge relativamente tarde.
Porque hay un bloqueo desde los primeros años de la democracia —no desde la Transición, sino desde la democracia, particularmente en los años 80— a todo lo que es mirar al pasado relativamente inmediato. Si te fijas, en ese periodo la guerra se estudia mucho más que la dictadura. Porque en la guerra todos eran malos; o al menos, ésa es la metáfora. En relación a la dictadura eso es más difícil de sostener.
En este sentido es interesante estudiar el tema de la reconciliación. Para poner una fecha podemos decir que la reconciliación como idea aparece formulada en torno a 1956. Ahora bien, en aquel contexto, y aún en las décadas siguientes, constituye un auténtico torpedo contra la línea de flotación cultural del franquismo, que todavía presenta España como un país de vencedores y vencidos. Cuando la izquierda —y particularmente los comunistas— plantea la reconciliación está diciendo: “Queremos otro país”. Sin embargo, lo que se plantea en aquellos momentos no es que no se vayan a pedir responsabilidades por actuaciones realizadas después de la guerra. Es, sencillamente: “No vamos a preguntarte dónde estabas en 1936”. Punto y final. Pero no hablan de la dictadura. No se trata de preguntar si alguien torturó o no. En sus comienzos, la idea de la reconciliación no incluye la impunidad; va de otra cosa. La cuestión reside en que en los años 80 la reconciliación dejó de ser un proyecto político —la reconciliación ya se ha alcanzado: al fin y al cabo la máxima expresión institucional de la reconciliación es el Parlamento, y en otro sentido la Constitución— para convertirse en un discurso ideológico brutal. Esa conversión tiene mucho que ver con el encubrimiento de la memoria y sus consecuencias en las décadas de los 80 y 90. Hasta que todo estalla en el cambio de siglo.
Un estallido que, según usted, no es comprendido bien por algunos colegas suyos, que rechazan la “memoria” como una contaminación o amenaza a su labor y autoridad historiográficas.
El suyo es un discurso político muy socialista, pero también de algunos sectores del Partido Comunista. Ambos partieron de una profunda sospecha sobre las consecuencias de la mirada civil y popular sobre el pasado. Creen que, si esa mirada civil señala un intento por comprender, y genera unas identidades específicas y confrontadas, hará estallar nuevamente un conflicto social.
Como decía un historiador prominente en un documental de Televisión Española de 2010: “En la medida en que la memoria desplace a la historia, estamos sembrando el camino de nuevos enfrentamientos”.
Esa posición vuelve a presentar historia y memoria como elementos de confrontación, cuando no tienen por qué serlo. Que la memoria es conflicto es evidente. Pero lo que se tiene que hacer con los conflictos no es encubrirlos sino gestionarlos.
Volviendo al tema de la reconciliación como ideología, ¿cabe decir que ha tenido más impacto en España que en Catalunya?
No. También en Catalunya estuvo muy arraigada. Convergència, sin ir más lejos, la representaba exactamente. El mismo Jordi Pujol fue el que impulsó, en los años ochenta, las misas por la reconciliación, por ejemplo. El cambio aquí en Catalunya se produce a partir del cambio de siglo. Hay un grupo de historiadores que consigue influir en ámbitos de la izquierda y de la sociedad. En cuanto esta izquierda gana y forma el Tripartito, se ponen a la labor, y eso genera, entre otras cosas, el Memorial Democràtic. Desde luego fue todo muy conflictivo. Tampoco hay que olvidar que los cambios en Catalunya van acompañados de un momento memorial muy particular en Europa. En Alemania el Estado comienza a crear los grandes museos y monumentos a partir de que cae el Muro de Berlín. Antes, lo que hay son solamente iniciativas privadas.
En este sentido, entonces, la cronología catalana sigue a la europea. Pero no veo que, por esa época, los cambios ocurran de la misma manera en España.
No han ocurrido porque en España han tenido un gran problema. Y es que el centro de toda la reflexión memorial han sido las fosas, los muertos y las víctimas. Y eso es terrible.
Terrible, ¿por qué? ¿Porque ha sido un obstáculo?
Por la abstención de la Administración, de los distintos gobiernos. Su absurda negativa —absurda desde cualquier punto de vista— a exhumar debidamente, es decir, de acompañar la petición de los familiares, ha tensado innecesariamente esa cuestión, y la petición popular se ha centrado casi exclusivamente en ello.
El abstencionismo del Estado español en el tema de la memoria tiene una explicación política.
Evidentemente.
Pienso, por ejemplo, en la actitud de la derecha española.
Y de la izquierda. Lo que llegan a hacer los socialistas en los ochenta y noventa con los temas memoriales es impresionante. Es que es increíble. Circuló una tesis, y aún circula en ocasiones y en ciertos ámbitos, bastante precaria, pero llamativa y simple y que por supuesto no comparto, que sostiene que los socialistas se reconvierten en lo tocante a la memoria cuando gana la derecha en 1996. Eso no es cierto. Siguen pensando lo mismo que pensaban. Lo poco que hace Alfonso Guerra al respecto es anecdótico. La ley de Zapatero 2007 no da un duro para las fosas, no anula los juicios franquistas, etc. Lo que sí hay de parte del PSOE es un ademán, y una cierta escenografía, que responde al entorno internacional y a las presiones internas crecientes. ¿Quién es el primer presidente español que va a Mauthausen? Zapatero. ¿Por qué? Pues por la presión del entorno europeo. A fin de cuentas, la Europa memorial de 2005 no es la misma que la de 1995.
Lo que dice sobre la memoria europea me recuerda un desliz interesante que tuvo Albert Rivera en uno de los debates antes de las elecciones generales de 2015. En el marco del pacto antiterrorista, dijo “tenemos que unirnos para luchar contra los terroristas … del mismo modo que luchamos unidos contra los fascistas y ganamos”. No es la primera vez que la política española asume el antifascismo europeo de forma parcial y oportunista. ¿En Catalunya la situación es diferente?
En Catalunya quizá se ha asumido el antifascismo de forma más plena que en España. Pero tampoco exageremos. Que ahora esta sea la imagen es porque ha habido un proceso que ha forzado a algunos a cambiar de postura. Pero cuando Convergència era un partido hegemónico, no lo aceptaba exactamente. Porque condenar al fascismo les obligaba a celebrar el antifascismo. Ese es el gran tema. Como en el caso del PSOE, el problema no era tanto condenar la dictadura como mirar el antifascismo y su contribución a la democracia. La única solución para ambos fue la equiparación, sostenida en la ideología de la reconciliación. Convergència no expresaba el antifascismo. Ni la dictadura, tampoco, claro. En realidad era y es un partido afranquista. Lo dije en una entrevista hace muchos años, y les sentó bastante mal. Pero es así. Jordi Pujol podía presumir de que un día le partieron la cara porque cantó una canción y lo llevaron a la cárcel. Pero en las segundas elecciones municipales, en 1983, muchísimos alcaldes franquistas se reciclaron en las listas de Convergència. Aquel mismo año, cuando en el Parlamento catalán se pide un gesto del Gobierno de Catalunya para con los deportados de Mauthausen, el portavoz del Gobierno, Miquel Coll i Alentorn, dijo que el Gobierno no tenía tiempo para celebrar todo lo celebrable. Desde luego es cierto que en Catalunya el antifranquismo y el antifascismo se han vivido de una manera más intensa y más social que en el resto de España.
Lleva año y medio trabajando como Comisionado de Programas de Memoria para el Ajuntament de Barcelona. ¿Cómo le ha ido esa “gestión de los conflictos”? Pienso, por ejemplo, en la controversia suscitada por la exposición de la estatua de Franco en el Born.
En ese caso no hubo conflicto de memorias, no había memorias confrontadas, para nada, tan solo la voluntad de generar un conflicto para deteriorar el gobierno. Fue una inducción al enfrentamiento.
Pero ¿no es inevitable que la memoria se convierta en vehículo para librar batallas políticas de ese tipo? Usted mismo ha dicho que quien controla memoria controla las identidades y por tanto el poder.
Sí, eso es cierto. Pero puede suceder en cualquier ámbito, en urbanismo o en sanidad, también. Fue un ataque táctico que generó un nivel de violencia lamentable. Sin embargo, lo que fue un asalto premeditado generó un debate cultural muy importante; la defensa del proyecto desde luego no fue inducida, y en cambio aparecieron análisis muy interesantes. Te aseguro que lo volvería a hacer. Generó tal cantidad de artículos a favor y en contra, una cantidad impresionante de imágenes en internet, conversaciones interesantísimas de los visitantes.
Me llamó la atención que, en torno al Born, se invocaran sensibilidades que sonaban a campus americano: que exhibir una estatua de Franco en un espacio público —incluso sin cabeza— era demasiado ofensivo, por más que se hiciera de forma irónica o artística. Algunos representantes de una asociación de expresos franquistas llegaron a ser tildados de “fascistas” por las juventudes de Esquerra…
Hubo muchísimo debate. Es verdad que hubo aspectos de violencia negativos. Incluso las juventudes de Esquerra pidieron disculpas públicamente por la actitud que tuvieron durante la inauguración. Pero lo relevante de las estatuas exhibidas no es que Franco tuviera la cabeza cortada. Eso no lo hicimos nosotros; fue robada en un almacén municipal hace unos años. Lo importante es que las esculturas no estaban en un pedestal, y es eso lo que las desposeía de su monumentalidad.
Como Comisionado de Memoria, viendo toda la controversia, ¿se dice: misión cumplida?
No; es un elemento más de todo un programa. Pero la verdad es que ha permitido que se discutan ciertos temas como nunca. Mi intención concreta en el Born, como Centro de Cultura y Memoria, ha sido que dejase de ser una vitrina y pasase a ser una industria que generase conocimiento. Y ha generado conocimiento. Con toda la información que ha surgido ahora podemos hacer una publicación relevante, que analice los significados y alcances de aquel proyecto.
¿Hasta qué punto el ser Comisionado, y formar parte del equipo de gobierno de la ciudad, entra en tensión con su vocación de historiador? ¿Tiene la sensación de haberse pasado al otro lado?
No, al otro lado no he pasado. He pasado a un lado distinto pero no al de enfrente, para entendernos. (Ríe.) ¿Hay contradicciones? Bueno, sí. De momento las asumo. Pero al lado de esas contradicciones he visto una oportunidad de hacer muchas cosas interesantes. He podido comprobar algo que intuí ya hace años: que estamos viviendo un giro memorial. Y lo estamos aprovechando, partiendo no solo de la idea de la memoria como derecho, sino asumiendo que toda memoria es contemporánea. La memoria no es el recuerdo de la experiencia que se ha vivido sino la presencia o la asunción de lo que se te ha transmitido. Esto cambia muchas cosas. Significa que no hay límite cronológico. Y significa también que lo que debemos crear y contribuir a crear son estructuras de transmisión.
En algunas partes del país, la gestión de la memoria se ha convertido en una auténtica carrera de obstáculos. ¿Cómo ve el debate que se ha producido en Madrid en torno al callejero y la comisión nombrada por Manuela Carmena para cambiarlo?
En mi opinión tal vez no usaron bien los mecanismos municipales que pueden permitir cambios sin grandes traumas, o sin complicaciones añadidas a las habituales, o previsibles. Por otra parte, la cuestión no es tanto a quién quitas sino para qué quieres quitar y para qué quieres poner a otro. Es decir, tenemos un proyecto constructivo o desatamos una purga iconoclasta. Saber para qué, es importante. En nuestro caso el para qué es dar el lugar adecuado a las tradiciones igualitarias de la ciudad: las de aquellas personas que dirigieron los movimientos sociales que también construyeron la ciudad y no han tenido presencia en el espacio público. Su ausencia es la ausencia de la participación popular en la construcción de Barcelona. Queremos visibilizar, también, esa identidad, ese relato. Y quitamos —o queremos quitar— lo que no es ejemplar. Crear una imagen de depuración puede ser complicado.
¿Por qué es diferente en Madrid?
Entre otras cosas, están demasiado centrados en el mundo de los historiadores. Deberían mirar más allá. La expresión artística, por ejemplo, es muy importante por el poder de comunicación que posee. Antes me preguntabas por qué en España el debate sobre la memoria se da de una forma tan limitada o forzada. Lo que ocurre es que en España, por motivos diversos, no hay una tradición intelectual de reflexión sobre la memoria como la hay en Francia, en Dinamarca o en América del sur. No existe. Ni tampoco en las expresiones artísticas. Por supuesto que hay nombres y autores que dejan huella en distintos campos, pero no hay aún una masa crítica que podamos identificar como tradición. Cuando hay un gran desastre —por ejemplo, los atentados de Atocha de 2004— hacen un monumento. Conmemoran. Pero el resultado es terriblemente provinciano. No hay grandeza, no hay nada. En Noruega, ves el monumento que hicieron para conmemorar el atentado que hubo allí en 2011 contra las juventudes socialistas. Es impresionante y profundo en su vertiente memorial y también en el relato y en la formalización artística. La isla donde ocurrió el atentado el artista la ha partido por la mitad, textualmente, y con aquella tierra ha hecho un jardín delante del Parlamento, donde el asesino hizo estallar una bomba de distracción. ¡Eso es un monumento contemporáneo!
En España, entonces, ve cierta falta de imaginación.
De imaginación y de dedicación. En el sentido de darle la importancia a algo. Recuerdo cuando estaba en la comisión del Valle de los Caídos, Francisco Ferrándiz, Reyes Mate, Carme Molinero y yo propusimos crear un concurso público internacional para que artistas de todo el mundo se plantearan qué hacer allí. Hubo gente que se opuso: “No, no, no, tiene que ser español. Porque es un hecho que nos ha afectado a nosotros”. Nos quedamos sin palabras. ¿Qué puedes contestar a eso?
http://ctxt.es/es/20170531/Politica/13075/Ricard-Vinyes-memoria-historica-ayuntamiento-Barcelona-CTXT.htm