Revive la feria de libros de Bagdad

Es un placer pasear esta plácida mañana, por la calle de Al Mutanabi, la calle de los libros de Bagdad. Los viernes acostumbran a ser días sin grandes sobresaltos, sin atentados angrientos en la ciudad. Antes di una pequeña vuelta por el humilde y concurrido mercado de Al Gazal con sus cajas de cartón guardando blancas palomas, sus sucias jaulas de madera, con canarios, periquitos, gallinas y pollos, y hasta con un deslucido pavo real exhibido sobre la verja de hierro de la vecina mézquita.

Los bagdadíes aprovechan esta jornada tranquila antes de la prohibición de salir a la calle, del temor de horribles explosiones, del domingo electoral. Este pequeño bazar del centro de la capital sufrió también hace tres años un atentado que arrancó de cuajo la vida de inocentes transeúntes, cuya sangre derramada en la calle se confundió con la de los animales domésticos en venta.

La feria de libros de Al Mutanabi, el gran poeta árabe clásico en la esquina de la porticada calle de Al Rachid, ha vuelto a armarse cada semana. En el bárbaro atentado que lo destruyó en 2007, en el apogeo del terror de Bagdad, murieron ochenta personas y quedaron muy destrozadas las fachadas de sus casas otomanas. Los terroristas querían acabar con esta habitual exhibición de libros con esta abigarrada muestra de cultura viva, que ni la guerra, ni la ocupación estadounidense, ni la postración de la ciudad habían podido arrancar.

En ninguna otra ciudad del Oriente Medio, ni en Beirut ni en El Cairo, hay una venta semejante de libros de segunda mano. No en vano se ha repetido durante décadas que “Se escribe en Beirut, se edita en El Cairo y se lee en Bagdad”.

Jalad Kazem tiene el primer puesto de libros al entrar en la calle, cuyas losas de la calzada, cuyas fachadas de sus casas otomanas, fueron renovadas y remozadas por el ayuntamiento. Sobre la acera, sobre la calzada, entre las columnas, expone sus libros, viejos y recién impresos, sus álbumes de amarillentas fotos de paisajes urbanos, de estampas, monedas y antiguas medallas, sus billetes de banco estampados del tiempo de Sadam Hussein.

“Vienen cada viernes a comprar libros -dice este hombre jovial nacido en la región kurda- y a veces me llaman de Mosul, de Basora, para encargarme un título. Hay libertad de imprenta y se editan toda clase de libros, sobre todo acerca de la historia y de la política de Irak”.

Observando los libros expuestos se puede leer el pasado del Irsk. La última novedad son las obras escritas por jurisconcultos y dignatarios chiís, sobre la religión musulmana, sobre la república islámica de Irán, que antes del derrocamiento de Sadam Hussein nadie se atrevía a exponer en esta fería, otra vez muy concurrida.

Me han sorprendido libros sobre los judíos -Bagdad había tenido una floreciente comunidad judía, algunas de cuyas vetustas casas en la orilla del Tigris están retratadas en imágenes aún colgadas en mi hotel, el hotel Mansur- y sobre el estado de Israel. La exhibición de portadas de revistas de desnudos femeninos, el despliegue de los numerosos periódicos y diarios que han florecido en Bagdad, han encontrado su hueco entre los montones de libros de la calzada, y los libros dispuestos ordenadamente en las mesas.

La historia reciente de su sistema de gobierno periclitado se refleja aun con libros sobre Stalin, Tito, el Che Guevara. Junto a los Coranes lujosamente encuadernados, a las biografías de los héroes históricos como Saladino se venden libros acerca de Sadam Hussein, colecciones de monedas acuñadas con su efigie, además de DVD sobre su vida grabados en el extranjero.

Quedan menos libros en lenguas extranjeras -incluso se vendían en Bagdad libros en español- pero todavía hay obras de la literatura moderna europea. Compré un deslomado ejemplar de cartas escogidas de Gertrude Bell, la famosa inglesa, aventurera, diplomática que intervino en la fundación del reino árabe de Irak, con la dinastía suní de los hachemitas, después de la Primera Guerra Mundial.

En este oasis bien vigilado, cerca del bullicioso y sucio zoco de Chorja, deambulan desahogadamente los compradores. Al final de la calle, cerca de la orilla del Tigris, con la estatua de Al Mutanabi, el café de largos bancos de madera, y de paredes cubiertas con retratos de hombres de letras y artistas, un café de escritores y estudiantes -al que por ver primera me condujo hace muchos años un kurdo traductor de obras en español y de novelas de Rodoreda- ha cambiado de nombre. Se llama “Café de los mártires” en memoria de los cinco hijos de la casa que murieron descuartizados por la explosión de un automóvil trufado de cargas de dinamita. El poeta Andel Zahra Kaki ha escito este verso: “No hay nada, solo palabras que queman”. La feria de Al Mutanabi ha renacido de sus cenizas.

 

Publicado por La Vanguardia-k argitaratua