Han pasado más de 70 años de la guerra civil iniciada en 1936 y, a pesar de ello, parece que la herida sigue abierta, a veces con tanta intensidad que me pregunto si el tiempo, al contrario que lo que afirma el dicho, pasa en balde. ¿A quién no le suenan estas palabras de Ramón Sierra Bustamante, gobernador militar de Gipuzkoa?: “Borraremos vuestros nombres que serán malditos por generaciones de generaciones. Desterraremos al maestro que, en los mapas, marcaba con una raya verde ese artificio de Euzkadi. Desterraremos al sacerdote que se negaba a celebrar las fiestas tradicionales del Pilar y de Santiago. Desterraremos al boticario que dentro de la botica tenía un poco de conspiración contra España; cuando no fusilaremos a todos aquellos que los principales responsables de esta locura y de esta mancha de la más negra ingratitud que cubre el mapa de la tierra vascongada”.
La alusión es de hace 70 años ¿O, por el contrario, de ayer?
No me queda ninguna duda sobre la actitud de uno de los bandos, el levantisco, el fascista. Su prepotencia superó los pasajes más inhumanos de la historia de España, y mira que los hay en abundancia. Ocultó, tergiversó y mintió sobre la guerra y, sobre todo, sobre la represión, sin pudor y con todos los instrumentos en su poder. Negó que hubiera un genocidio: el 1% de la población navarra fue fusilada por discrepar ideológicamente. Ocultó sistemáticamente las ejecuciones extrajudiciales: por eso las cunetas acogen tantos cadáveres como los cementerios. Evitó sus responsabilidades: para la derecha española Gernika sigue siendo bombardeada por las hordas rojoseparatistas. En fin… que no hubo guerra sino un movimiento político destinado a delinear una España grande y libre.
La actitud del bando republicano, el aplastado, ha sido, también hay que decirlo, vergonzosa. Indigna. Al menos en la representación de las formaciones políticas republicanas que sobrevivieron a la dictadura. Se ocultó una etapa terrorífica de la historia más reciente, por un plato de lentejas. Un insulto a la memoria de nuestros antecesores que, en muchos de los casos, fueron coherentes y dignos de su tiempo. No se puede decir lo mismo de quienes les sucedieron en sus formaciones.
Las consecuencias de estas dos tendencias son evidentes. Un bando oculta y miente. El otro olvida. Resultado: una generación desaparecida, engullida por el anonimato.
Y, sin embargo, aquella generación tuvo nombres y apellidos, los que sucumbieron al horror. José Antonio Giménez-Arnau, el primer delegado de prensa franquista en Bizkaia, fue muy claro a la hora de marcar las pautas: “Estos esbirros de Rusia serán asesinados por la espalda. Y no encontrarán manos que cierren sus ojos, ni brazos que caven su tumba, ni bocas que recen una oración por sus almas”.
Rompamos ese anonimato.
Teodoro González de Zarate, alcalde de Gasteiz, fue fusilado en Azazeta por el delito de haber ganado unas elecciones democráticas. Al igual que los alcaldes de Aibar (Javier Iciz), Altsasu (Antonio Goikoetxea), Aoiz (Aurelio León), Beasain (Víctor Bernedo), Berriz (Felipe Urtiaga), Cadreita (Cipriano Sánchez), Cárcar (Lucio Gutiérrez), Castejón (Valentín Plaza), Corella (Antonio Moreno), Deba (Florencio Markiegi), Estella (Fortunato Agirre), Fitero (Jacinto Yanguas, a quien sacaron los ojos con un tenedor antes de matarlo), Lodosa (Luis Martínez Chávarri), Loyola (Saturio Burutaran), Mendabia (Jesús Pastor), Mudaka (Alejandro Mallona), San Adrián (Daniel Munilla), Sartaguda (Eustaquio Mangado) o Tudela (Domingo Burgaleta). Juan Antonio Bilbao, torturado hasta la muerte por funcionarios de la cárcel de Larrinaga. Jesús Fernández, ahorcado en la misma cárcel. Pío Rodrigo, arrojado por una ventana de la comisaría de Bilbao. Miguel Barreiro, de 14 años, muerto por los guardias de la Diputación bilbaína. Agustín Arana, de Villafranca, decapitado por un agente de la Guardia Civil. Carmen Lafraga, de Falces, violada hasta la muerte. José Condeiro, de Balmaseda, a quien clavaron astillas en sus testículos hasta matarlo, al igual que a su vecino Ángel Asensio, a quien crucificaron. Demetrio Lekunberri, de Busturia, asesinado porque en “su bar comían dirigentes separatistas”. Félix Aqueche, fusilado por haber hecho trampa para librarse de la mili. José Luis Arenillas o Tomás Obieta, por ser médicos de la Sanidad del Gobierno vasco. Antonio Aguinaga, de Plentzia, por “equivocación” ya que había sido condenado “únicamente” a 12 años de cárcel. Celio Renovales, de Ondarroa, fusilado en septiembre de 1937 por hablar mal de Franco en un bar. Félix Muruzabal y José Iriarte, de Altsasu, golpeados hasta la muerte por negarse a hacer el saludo fascista. Sotero Jáuregui, de Ordizia, ejecutado por no descubrirse al paso de la bandera española (rojigüalda). Narciso Mangado, de Sartaguda, por haber puesto a su hijo de nombre Progreso. Isidoro Iturbe, de Arrasate, por hablar en euskara en plena calle. A Esteban Urkiaga Lauaxeta, por mostrar a periodistas extranjeros el bombardeo de Gernika. Luciano Aramendia, de Lodosa, torturado hasta la muerte en el cuartelillo de su pueblo por vivir con su compañera sin estar casado. Pedro Garmendia, de San Salvador del Valle, que inauguró la muerte por garrote vil o Mateo Agirregoitia, de Algorta, a quien ahorcaron con una soga, como en el Oeste. Antonio Irulegi, de Donostia, por regentar un bar llamado Euzkadi y al que sus hijos debieron cambiar el nombre por el de España. Aquilino Martínez, de Oñati, a quien sus 78 años no salvaron del paredón. Maravillas Lamberto, de Larraga, a quien con solo 14 años, violaron y mataron arrojando su cadáver a los perros. El portugués Luis Rego, vecino de Maeztu, golpeado por los falangistas hasta la muerte. Bernardino Pérez y Mauricio Rodríguez, por ser maestros republicanos de Galarreta y Gordoa. José Luis Abaitua, gasteiztarra, por intentar dar sepultura cristiana a los cadáveres de los jóvenes Primitivo Estabillo, José Kortabarria y Esteban Elguezabal, fusilados después de ser detenidos en el Gorbea. Luis Gil, por “participar en la construcción de refugios”. Juana Mir, de Bilbao, por escribir en un periódico deportivo republicano. Martín Urbizu Otaño, de Zegama, pastor de 60 años y nueve hijos, fusilado, al igual que su hijo José que buscaba a su padre en Urbasa. Mertxe López Cotarelo, Pilar Vallés Vicuña, prisioneras cuando defendían su posición. Domingo, Enrique y Sebastián Usabiaga Oiarzabal, de 24, 21 y 17 años, de Orereta, fusilados por negarse a alistarse en el Ejército fascista y su madre María Oiarzabal Lecuona, que murió a machetazos al intentar impedir las ejecuciones.
Necesitamos, a pesar de Giménez-Arnau o de Sierra Bustamante, esas manos que cierren sus ojos, esos brazos que caven sus tumbas y esas bocas que recen una oración por sus almas. Necesitamos recuperarlos del anonimato. Se lo debemos a todos ellos.