Renunciar a la lengua

Una nación no es sólo una lengua. Sin embargo, en la Europa de la que formamos parte la lengua suele ser el rasgo más característico y distintivo a la hora de identificar una sociedad nacional diferenciada. Las naciones europeas tienen personalidades culturales muy marcadas y, en esta personalidad, el idioma constituye la señal más claramente visible y es, al mismo tiempo, un instrumento esencial de cohesión social. La lengua no lo es todo, pues, pero sí es mucho.

En las definiciones clásicas de nación se hacía referencia a un grupo humano determinado, un territorio concreto, una estructura económica específica y una cultura característica. Más allá de eso, sin embargo, una comunidad nacional, a la hora de la verdad, es un espacio compartido de intereses, emociones, referentes, valores y complicidades. Y esto no tiene color de piel, ni origen geográfico. Sólo voluntad de estar allí. Estar ahí, también, con la lengua, contribuye de una forma decisiva a la incorporación de quien lo quiera a la comunidad lingüística catalana y a su sociedad. Como contribuye hablar español en España, francés en Francia, italiano en Italia, alemán en Alemania, etc.

Tradicionalmente, la reivindicación de un derecho propio era lo que se acostumbraba a reivindicar como factor diferencial nacional en los Países Catalanes. Pero, con la Renaixença, en el siglo XIX, la lengua sustituyó al derecho, esencial en la conciencia de una minoría, por un idioma entonces hablado por todos, no sólo por una mayoría. Aquella lengua, que, a finales del XVIII, para Antoni de Capmany no era más que “un idioma antiguo provincial, fallecido hoy para la República de las Letras”, en el siglo siguiente ya se había adueñado del prestigio de lengua literaria, sobre todo en la poesía de forma destacada, también en el teatro y, más tardíamente, en la prosa.

Hasta la fecha, la literatura catalana, de una calidad similar o superior a la de otras comunidades lingüísticas, ha sido lo único que de verdad hemos tenido independiente. Con la Mancomunitat de Catalunya (1914) y, particularmente, con la Generalitat republicana (1931), el catalán volvió a ser lengua de la administración, por pocos años, dados los paréntesis dictatoriales españoles de turno. Pero disponer de gobiernos, parlamentos y ayuntamientos que emplearan el catalán con toda normalidad era toda una revolución sociológica y un gran avance lingüístico.

En el último medio siglo, sin embargo, los Países Catalanes, salvo el norte, vuelven a tener el catalán como idioma propio y oficial, junto al castellano, de acuerdo con la discriminación y la marginación legal que la Constitución española establece para el catalán, al tiempo que impone la supremacía cotidiana del castellano. Sin embargo no son los factores legales los únicos a tener en cuenta para entender la situación actual de la lengua en nuestro país. Disponer de un Estado propio, jugando a favor, es muy importante, como lo es no tener dos en contra, como ahora. Pero las leyes, por sí mismas, no cambian el estatus real de uso y conocimiento de un idioma, como lo demuestra el caso de Irlanda.

Para cambiar las cosas es imprescindible tener conciencia lingüística, siempre más decisiva en la práctica, que cualquier marco legal. Porque es esta conciencia, con la actitud que de la misma se deriva, la que hace cambiar leyes y usos lingüísticos. Sólo los hablantes con conciencia lingüística tienen la capacidad de contribuir a cambiar la situación en minoría de un idioma y resistir el empuje de la lengua dominante, haciendo uso de la dominada. Al fin y al cabo, no podemos olvidar en ningún momento que la situación de las lenguas en los territorios donde éstas han nacido depende de si han sufrido o no una opresión nacional. Y hace siglos que los Países Catalanes somos objeto de una opresión que provoca la subsiguiente alienación nacional, cultural y lingüística.

Gracias a esta opresión y alienación se ha creado un paisaje lingüístico en el que la lengua imprescindible es el castellano en el sur y el francés en el norte, lenguas cuyo uso se reviste de normalidad y naturalidad. Cuarenta años de dictadura franquista no se superan en un abrir y cerrar de ojos. Y durante estas décadas y las posteriores ha habido otros fenómenos también decisivos para entender dónde estamos. La recepción de una avalancha migratoria, propia de los países industrializados, a nosotros nos ha cogido sin Estado, a diferencia de las otras lenguas europeas. Y la lengua que se han encontrado convertida en imprescindible, casi de un siglo a esta parte, no es el catalán sino el castellano.

Además, el catalán, lengua de prestigio literario, no es, sin embargo, lengua de consumo en el día a día. Ausente de los productos de limpieza, higiene, electrodomésticos, farmacia, hostelería, quioscos, cine, audiovisual, prensa, juzgados, cuerpos policiales, ejército, diplomacia, congreso y senado, etc., cuando aparece parece en algún sitio más bien una concesión excepcional graciosa o la garantía de un producto artesano de calidad, pero no de uso y consumo mayoritario y, sobre todo, normal, ordinario, presente en todas partes.

Mientras tanto, la beligerancia contra la lengua persiste. Hay partidos y líderes políticos que hacen una no utilización del catalán, militante, consciente, diaria, en cualquier ámbito de uso, utilizando el castellano habitualmente, por no decir siempre. Desde el independentismo hasta el dependentismo, esta actitud reviste todas las gradaciones posibles: indiferencia, desprecio, animadversión, rechazo, inconsciencia, irresponsabilidad o dimisión.

Estas prácticas contrastan con las de los que tienen una visión inclusiva del idioma y no se lo reservan sólo para ellos, abriendo así la puerta a la incorporación de nuevos hablantes, de todas las procedencias lingüísticas sin excepción. Es la única posibilidad de ganar el futuro. Hacer compartir el idioma, como hacemos compartir un sistema de salud, educativo o de transporte. La buena educación consiste en acoger y tratar a todos igual, a no discriminar a nadie que no conozcamos o que no veamos idénticos a nosotros, dirigiéndose a ellos siempre en la lengua del país, no importa el lugar, el momento o la circunstancia. Como hace Francia con el francés, Inglaterra con el inglés y España con su lengua. Al fin y al cabo, resulta que “nos-otros” somos tan diferentes en el origen que necesitamos ser vistos y tratados, con normalidad, de igual manera. Si, cuando hablando en catalán no nos responden y eso no se considera una falta de educación o un gesto discriminatorio por parte de los demás, ¿por qué motivos debería serlo responder en catalán o usar esta lengua con los que usan otra?

Sólo si decidimos no renunciar al catalán, en ningún ámbito de uso, en ningún momento, lo lograremos. Y no pensamos renunciar a ello.

https://www.naciodigital.cat/opinio/21012