Sabemos que el desarrollo y despliegue de las tecnologías e infraestructuras necesarias para un futuro bajo en carbono pasa por el uso intensivo de minerales.
En este afán, es posible que en las próximas décadas los países industrializados logren sentar las bases de una economía circular de los elementos y compuestos químicos de tales minerales, siempre que los gobiernos y el sector privado se esfuercen en innovar y mejorar la eficiencia a lo largo de toda la cadena de suministro, así como en asegurar que todos los productos, como por ejemplo las baterías, puedan ser fácilmente desmontables y reciclables. Sin embargo, aun así, las actuales tendencias de crecimiento económico y demográfico apuntan a que la minería todavía tendría un importante papel a desempeñar. Básicamente porque la demanda de minerales seguirá aumentando a medida que las economías en desarrollo vayan alcanzando un nivel de uso per cápita similar al de los países desarrollados.
En cualquier caso, a corto plazo, aunque la ambición sea reciclar y reutilizar al máximo, está claro que habrá que abrir nuevas minas para obtener los recursos requeridos por las tecnologías e infraestructuras verdes. El consenso entre los expertos es que existen suficientes recursos geológicos para suministrar los minerales demandados, aunque en este empeño habrá que mantener un delicado equilibrio entre las necesidades mineras, la consecución de los objetivos de desarrollo sostenible y otras exigencias medioambientales y sociales. O, en otras palabras, asegurarse que los resultados obtenidos sean beneficiosos tanto para las personas como para el planeta.
En otro orden de cosas, cabe recordar que garantizarse el suministro de los minerales críticos para llevar a buen puerto la transición energética constituye una nueva faceta de la seguridad energética de un país. Los gobiernos y las empresas tendrán que aplicarse en diversificar al máximo sus fuentes de suministro. Y no solo las externas. Las nuevas fuentes deberían incluir, en la medida de lo posible, el tratamiento de antiguos residuos y la exploración y explotación, bien regulada, de nuevas áreas mineras en el propio país, para no fiarlo todo a fuentes externas con unas cadenas de suministro poco controlables, frágiles y problemáticas. Todo ello sin olvidarse de la necesidad de analizar y, en su caso, utilizar el potencial minero de los fondos marinos.
Nos guste o no, debemos asumir que la lucha contra el cambio climático y el progreso de la transición energética pasa por la apertura de nuevas minas, de modo que una oposición furibunda bajo premisas Nimby (not in my backyard) en un determinado lugar, comporta el traslado de la actividad a otro, típicamente a países con unos estándares regulatorios mucho menos estrictos. Un desenlace éticamente reprobable, sin duda.
LA VANGUARDIA