Hace un año, a fines de abril de 2009, Joaquín Lavado, Quino, se despedía, manuscrito y sentido, de sus lectores de décadas en la revista de Clarín argumentando con desarmadora sinceridad –como siempre– que ya no se bancaba seguir republicando chistes de otras épocas aunque siguieran vigentes. Que paraba, desensillaba hasta aclararse, hasta ver si tenía qué contar/dibujar y sabía/encontraba cómo. Un maestro.
Tanto rigor no es frecuente en el medio. Quino, el modelo persona/dibujante Quino no lo es. El mismo que en 1973 le dijo chau a Mafalda y su banda en pleno apogeo y tras diez años de apoteosis, y en el pico máximo de su popularidad dejó de dibujarla en Siete Días –y no volvió a hacer la tira nunca más…– es el mismo que hace un año les dijo también adiós a los notables chistes (¿chistes?) semanales en Viva. Por las mismas razones: la fuente generadora no lo convencía ya, sentía que se repetía y no quería hacerlo. Dibujar (y hacer humor) fue siempre un ejercicio riguroso para él. Casi una esclavitud. Literalmente, como lo hemos señalado alguna vez y lo ha dibujado él mismo.
Es tonto o propio de plomazo contar chistes gráficos, pasar a relato verbal la imagen o la secuencia dibujada. Sin embargo, puede ser necesario, incluso útil en ciertas circunstancias ejemplares. Así, se sabe que el primer dibujo publicado por Quino –no en Esto es sino en la revista Dibujantes, en la sección “Futuros profesionales”– es una tira muda de cuatro cuadritos: el esquemático y amargado preso con traje a rayas pica piedras en el primero, se alegra de salir en libertad en el segundo, entra optimista a la agencia de empleos en el tercero y se amarga otra vez picando piedra en el último. Sólo ha cambiado el uniforme.
Uno de los últimos dibujos originales de Quino –o por lo menos el que él eligió para dar la cara en la tapa de la antológica exposición de hace un tiempo, Quino 50 años– es un autorretrato de sentado en alta banqueta de trabajo, las manos en las rodillas y la mirada entre absorta, culposa, disculposa y triste vuelta al lector: está vestido curiosamente de preso pero, en lugar de ser a rayas, el traje es de cuadritos de historieta. Historietas propias, claro.
El primer dibujo es de 1954; el segundo, de medio siglo después.
Tal vez no sea forzar demasiado el sentido si decimos que la melancolía de la mirada del dibujado dibujante –del que se expone y del que se dibujó así expuesto– supone una vuelta de tuerca y muchas vueltas de la vida respecto de la esquemática visión de la primera secuencia.
Si el preso no tiene opción porque no elige su vida, cuando sale está también condenado por no tener vocación –proyecto propio: el reproche cruel de Mafalda a su mamá– y depender del mercado alienador. Condenado a hacer lo que no quiere porque no sabe (o no quiere) qué ser, está siempre como preso. En ese contexto –el del creador ilusionado que ha “encontrado su camino” vocacional en la profesión asumida como espacio de libertad– la elección se confunde con el sentido, le da sentido a la vida, más precisamente.
Medio siglo después de vida privada e historia pública, el creador siente que las trabas para el acceso a la plenitud, felicidad o como se llame, están mucho más allá del coraje para usar la libertad individual o las opciones vocacionales: no hay sólo condicionamientos sino simple condición humana, a secas. Y esa condición asumida sin trampas viste para Quino un traje a rayas, a cuadros en su caso, un feroz pero siempre elegante estilo de escéptica melancolía que traspasa todas las modas.
Con el tiempo, la visión/obsesión incluso se fue oscureciendo aún más. Ya no dibujaba cosas nuevas, pero entre sus últimas entregas originales, hace unos años, hubo una reveladora en su página semanal de Viva. Quino planta un inusual dibujo único y a toda página, copado por el negro: un desolado viejo de ojos hundidos, de aspecto desprolijo, que sin inmutarse ni ironía aparente formula su programa de vida: “Pues yo no pienso dejar este mundo sin antes hacerme un test de orientación vocacional para averiguar de qué otra forma podría haber desperdiciado mi vida…”.
En fin: “He cometido el peor de los pecados…”, dijo uno que sabía de qué hablaba. Apaga y vámonos.