Aunque no siempre apetezca, porque la saturación temática puede rozar el empacho, procuro estar al corriente de las informaciones sobre el proceso, lo que incluye también tanto las de tono procesista, cada vez menos interesantes y más insólitas, como las de carácter procesal, cada vez más preocupantes. De las segundas ya no me sorprende nada, porque vienen de donde vienen y tienen la marca España en el copyright. Sí, sin embargo, que me llaman la atención -y mucho- determinadas ideas que, puestas en circulación de una forma programada e insistente, día tras día, pueden acabar convirtiéndose en una verdad o lugar común, asumido con naturalidad por no poca gente. Algunas de estas afirmaciones que han hecho fortuna las encontramos en boca de personas de orientación independentista, pero de ideología muy diversa, hasta el punto de llegar a adquirir un carácter transversal. Te las encuentras en cada momento, a nada que te despistes, y debo confesar que me sorprende ver cómo, según quien, puede ser capaz de caer de cabeza en una sentencia que, tal vez dicha apresuradamente o con buena intención, ha acabado haciendo más daño que una picadura de cabracho.
Me refiero, claro, a la tan manoseada afirmación “esto no va de independencia, esto va de democracia”. ¿Puede que alguien crea esto de verdad? Es decir, el desprestigio internacional que cuestiona las instituciones españolas, la monarquía, la estructura judicial, el gobierno, las prácticas policiales, el juego sucio de Estado, ¿es sólo un asunto democrático, de mal funcionamiento democrático, de carencia de cultura democrática, si se quiere llamar así? No lo creo, de ninguna de las maneras. Alfredo Pérez Rubalcaba, uno de los políticos españoles más largos de las últimas décadas -aunque los resultados electorales no le hicieran justicia-, ya afirmó, con aplomo y seguridad, que España estaba dispuesta a pagar el coste de hacer frente a la reivindicación independentista catalana.
Hace demasiado siglos que ellos tienen Estado -y demasiados que nosotros no lo tenemos, por más que paguemos dos- como para que no demuestren su experiencia en las prácticas de Estado. Con habilidad política y sin reparos legales, ni judiciales, ni procedimentales, han desplazado a un segundo plano la lucha central por la independencia, obligándonos a hacer pasar por delante el combate antirepresivo por la libertad de los presos y el retorno de los exiliados, tal y como hacíamos en los años setenta. Y tenemos que volver a reivindicar derechos fundamentales y libertades básicas, en un formato predemocrático, como hace casi 50 años, a favor de la libertad de expresión de los ciudadanos, los artistas, los creadores culturales, etc. Esta es una batalla sin épica final, porque se trata de situar a España, en el ámbito de la libertad de expresión, al nivel de los estados europeos de tradición democrática. Es, pues, una batalla que España se puede permitir hacer frente, sobre todo teniendo en cuenta la pasividad, si no complicidad, de la Unión Europea.
¿Alguien piensa, sin embargo, que el Estado español mostraría su peor rostro por una simple cuestión de deficiencia democrática? ¿Que protagonizaría una verdadera involución política, nacionalista radical, que nunca desplegó ante la violencia de ETA, si no viera posibilidades reales de una victoria independentista a medio plazo? España hace lo que hace porque no quiere, de ninguna manera, nuestra independencia, porque no se la puede permitir económicamente y porque, desde el punto de vista político, le complicaría mucho las cosas en el resto de los Países Catalanes y en el País Vasco, por lo que su continuidad como Estado quedaría profundamente afectada. No es por defender una idea concreta de la democracia por lo que no tienen escrúpulos en recurrir a la guerra sucia -como por otra parte han hecho siempre todos los estados opresores ante un proceso de emancipación nacional-, sino porque, por más que la santa inocencia nos haga decir y repetir que esto va de democracia, ellos saben, perfectamente, que no es verdad, porque eso de independencia probable y no es ninguna ilusión, por más que sus protagonistas sean, en ocasiones, los que menos parezcan creérselo o bien los únicos que no se den cuenta.
Esto va de independencia y no de democracia. Si por un islote de 500 metros de largo por 300 de ancho, en el caso de Perejil, hicieron el paripé patriotero que hicieron, sin sonrojarse de vergüenza ante la comunidad internacional, ¿qué no estarán dispuestos a hacer para impedir la independencia de Cataluña? Es porque queremos ser independientes por lo que hacen lo que hacen y dicen lo que dicen, no porque tengan una concepción diferente de la democracia, que también la tienen. Que va de democracia tal vez convenza alguien no independentista de la legitimidad de nuestra causa, no lo sé, pero cuando decimos eso dejamos de decir que si tenemos gente en la cárcel, en el exilio, investigados y multados, no es para mejorar la democracia española, sino porque queremos la independencia de Cataluña. Así, tal como suena, en suma.
“Esto no va de banderas”, es la segunda parte de la cantinela habitual. ¿Cómo que no? ¡Vaya que si va! Todo proceso de emancipación nacional, todos sin excepción, culmina en el gesto simbólico de arriar una bandera (la del Estado hasta entonces dominante) e izar otra (la del Estado independiente recién constituido). La película ‘Michael Collins’ lo expresa muy bien, en una escena memorable en la que, con todos los honores, es arriada la bandera británica e izada la irlandesa. No comprendo, pues, esta obsesión por ocultar, devaluar o menospreciar los elementos nacionales más simbólicos -que no tienen porque ser nacionalistas, sino nacionales de nación- del actual proceso nuestro, lengua nacional incluida. Justamente porque la bandera catalana es y representa muchas cosas, porque es nacional, y la española sólo una, porque es la del Estado, tienen, hoy, el significado que tienen. Una puesto en la calle con la cuatribarrada puede acoger tanto a la asociación de divorciadas, como a la parroquia, a una librería, a un grupo de ocio o a un sindicato. La española sólo puede acoger una sola y nada buena, por cierto.
Se me hace difícil aceptar como normal que seamos el único pueblo del mundo que quiere ser independiente que no reconozca, abiertamente, que el combate que hacemos es por la independencia nacional y no para mejorar el sistema democrático del Estado que nos oprime. Y que nos cueste tanto admitir, con naturalidad, una evidencia. Al final de todo, el éxito o el fracaso de nuestra lucha quedará resumido, plásticamente, de una forma comprensible por todo el mundo, en una cuestión de banderas. Si sólo ondea la nuestra, muy alta, muy derecha, muy sola, habremos ganado. Si aún hay otra, habremos perdido. Y aquí, señoras y señores, no hay más cera que la que arde.
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