Aunque los catalanes seamos en tantas cosas como todo el mundo, arrastramos algunas particularidades que son resultado de la tensión que supone vivir entre la capacidad de podernos autogobernar en serio y la realidad de las dependencias estructurales de un Estado desafecto y unos gobiernos propios incapaces de garantizar posibilidades y deseos. En el plano cultural, esta tensión no es letal pero sí agotadora y disminuye buena parte de las energías que podrían dedicarse a la creación, la difusión y el disfrute de la propia cultura.
Nuestra cultura no ha contado con los instrumentos estatales propios para avanzar, y el Estado al que pertenecemos no ha asumido nuestra cultura como suya.
Lo que ha dado lugar a dos tipos de discursos, prácticas o estados de ánimo: el del como si y el del ahora o nunca. En algunas ocasiones algunos agentes culturales han actuado como si se dieran las condiciones de normalidad cultural y política. El resultado, en general, ha sido entre bueno y fantástico. En otras ocasiones, y por parte de los demás -según los temas pueden intercambiarse- se ha actuado como si cualquier iniciativa fuera la última oportunidad para salvar definitivamente la cultura catalana o tenerla que abandonar para siempre. Los resultados suelen ser más bien menguados y se consiguen tras una lucha casi agónica. El primer estilo es tranquilo, tenaz y busca el largo alcance. El segundo es compulsivo, irregular y está dispuesto a quemar todos los barcos en la última batalla, que siempre es la penúltima. El primero sabe que debe vivir sin contar con la Administración, ya que su estilo se adapta poco a las urgencias de la política. Los segundos pasan de la euforia al mayor de los catastrofismos, según les va la feria. Y en esa dialéctica vivimos. O morimos.
Como es lógico, la atención informativa se la suelen llevar los del ara o mai, los del lamento jeremiaco y el entusiasmo desbordado. No sólo porque su estado de ánimo sea más propicio para crear noticias, sino porque existe un amplio sector de medios de comunicación políticamente interesado en descubrir tantos Titanic como pueda en la cultura catalana para primero fletarlos y luego hundirlos. Por ejemplo, no es extraño que el otro día se diera pábulo a un individuo que se jactaba de haber escrito desde novelas hasta tesis doctorales para otros escritores, creando la impresión que la cultura de este país era, en lo fundamental, un estercolero. Lo de la insinuación presidencial del 3% quedaba en nada ante tanta denuncia de corrupción… sin dar un solo nombre. ¡Aquí sí que un fiscal Mena de la cultura hubiera tenido que actuar de oficio! Claro que tampoco se decía si tales desmanes se producían sólo entre escritores en lengua catalana o si tal estado de cosas afectaba también al castellano por igual. Pero, en cualquier caso, quien se cargaba el muerto, era la cultura catalana.
Aunque en otro tono y con otra dignidad, la misma semana se desarrollaba un debate sobre el estado de la literatura catalana -ya escribí hace tiempo que también es propio de la cultura catalana tomarse la temperatura a cada rato, en un caso sin remedio de hipocondría- en un tono mayormente quejoso. No les sobraban razones a los participantes, dado que por una vez que la literatura catalana va a ser la invitada de la Feria del Libro de Frankfurt, se rumorea que el gobierno aún no tiene claro si, como en Guadalajara, los lugares destacados van a ser no para ésta, sino para la literatura de vecindaje catalán. Pocos casos debe haber en el mundo en los que un gobierno no distinga entre una cultura literaria en la lengua propia del país y el domicilio fiscal o el color de la tarjeta sanitaria de los muchos productores culturales que buscan refugio en la creatividad de las periferias.
Los datos sobre el mercado cultural, si los hubiere, nos darían una buena y una mala noticia. La buena, que tal mercado existe y que tiene una salud comparable a la de otros mercados que sí tienen estructuras estatales que les apoyan. No sólo productos editoriales como Sapiens, Descobrir Catalunya, Descobrir Cuines o Nat funcionan de maravilla -la última, también en el País Valencià-, sino que se venden libros y se lee, existe música en catalán -si no lo creen, lean la renovada revista Enderock-, se va a conciertos y a teatro y se escucha la radio y mira la televisión. La mala noticia es que si con las patas atadas este mercado anda de esta manera, sólo de imaginar cómo correría en una situación de normalidad política uno puede morir del disgusto.
La cuestión es demasiado amplia para despacharla en estas líneas, pero cualquier progreso del estado de cosas debería seguir, por lo menos, estos tres criterios. En primer lugar, hace falta transparencia en el mercado y en las formas directas e indirectas de intervención de las administraciones públicas. Lo de las escasas ayudas genéricas al libro siempre han olido a chamusquina al lado de las que se intuyen otras formas indirectas de patrocinio. ¿Cuál es, por ejemplo, el papel de las diputaciones, esas instituciones que cuentan con indulgencia plenaria en cuanto a sus criterios de actuación? Estoy convencido que de transparentarse todo lo que pagan las administraciones públicas, pasarían dos cosas: se vería que la cultura catalana no es la mejor atendida -ya ocurrió con la prensa- y a algunos apocalípticos de piel de elefante les llegarían a sacar los colores.
En segundo lugar, habría que avanzar en la libre competencia y la profesionalidad de los agentes culturales. Los modelos proteccionistas siempre acaban amparando la mediocridad y debilitan a los fuertes. Afortunadamente, no faltan tales profesionales que podrían conseguir mejores resultados para todos. Y deberían aclararse las reglas del juego en un terreno donde conviven dos o más culturas. Es decir, no debería permitirse que algunos tuvieran doble pesebre en nombre del pluralismo cultural -es decir, pesebre estatal y autonómico, por usar los términos oficiales- mientras los demás sólo fueran reconocidos por su tribu. O el Estado asume a todos los efectos y en igualdad de condiciones la diversidad de culturas a las que debe asistir, o los dineros autonómicos deben concentrarse en lo propio y exclusivo. Que en eso estamos como con los que defienden el bilingüismo… sólo para que se lo apliquen los demás.